Austria
Norma hace Musiktheater en el An der Wien
Agustín Blanco Bazán

En tierras de habla alemana el combate entre el Rampetheater (“teatro de rampa”) y el Musiktheater (“teatro musical”) ha venido dominando durante décadas el debate artístico entre las llamadas puestas de ópera “tradicionales” y las renovadoras. La expresión de Rampentheater se usa peyorativamente para representaciones con cantantes que se adelantan para mirar al público con gestos grandilocuentes de cine mudo. En cambio, los partidarios del Musiktheater no sólo insisten en hacerlos actuar la partitura con la percepción psicológica del mejor cine, sino que a menudo proponen actualizaciones cuya intención es asociar la ficción escénica con conflictos familiares al espectador contemporáneo.
Este debate volvió a plantearse en Viena con las dos Norma presentadas al mismo tiempo en la
Opera del Estado y en el An der Wien. La primera, ya reseñada en Mundo Clásico, fue acusada de Rampentheater
porque, aún en una actualización de la escenografía con vídeos y vestuarios
alusivos a una guerra civil del siglo XX, los solistas se movían con
amaneramientos de tradicional obsolescencia. El An der Wien en cambio
cumplió con la obligación impuesta por su nombre. Desde hace algunos años no se
llama ya An der Wien a secas sino Musiktheater an der Wien.
Es así que a Norma no le quedó mas remedio que abandonar
sus aires de sacerdotisa druida para transformarse en la gerente de un taller
de escultura trágicamente afectado por la guerra: la sala nos recibió a telón
abierto con obreros de ambos sexos apaciblemente esculpiendo angelitos y otros
yesos píos. Hasta que, una vez apagadas las luces, una soldadesca interrumpió
para destruirlo todo al comienzo de la obertura. Enseguida cayó un telón negro
que al final de la misma volvió a levantarse para mostrarnos a los obreros
enfrascados en una tarea reducida a esculpir estatuas grandes, medianas y
pequeñas de un César contemporáneo con gorra de general. Norma tratará de
apaciguarlos en medio de la tensión creada por Oroveso, un capataz rebelde ya
bajo la mira de algunos jerarcas encabezados por Pollione, que no dejan de
espiar e inspeccionar las idas y venidas de los esclavizados escultores. Entre
ellos se encuentra Adalgisa, una nena cuyas ambiciones de progresar quedan
claras cuando trata de ayudar a Norma en un rito secreto: una vez retirados
momentáneamente los jerarcas, la gerente saca de una gran valija una cabeza de
ángel y otros pedazos de escultura salvados de la destrucción. A estos restos
de un pasado religioso pre-dictatorial es que dedica la gerente dedica su
famosa plegaria.
Actualizaciones de Norma ha habido muchas, y esta sale
solo a medias, si por ejemplo se la compara con la magnífica propuesta de Moshe
Leiser y Patrice Caurier para el Festival de Salzburgo de 2015, que situaba la
acción en la Italia fascista, sin hacerle perder el misterio e intensidad de la
dramaturgia original. Frente a este antecedente, la narrativa metafórica de
Vasily Barkhatov choca constantemente con un libreto que pierde sentido
precisamente en la ambientación política de opresores y oprimidos que este regisseur y su equipo pretenden describir
en una entrevista en el programa de mano.
Y todos los solistas parecen algo perdidos en su búsqueda de significado a lo que están haciendo entre esas cabecitas que continuamente deben limar o esculpir. Todos menos una, la cantante alfa capaz de encarnarse en cualquier personaje con una convicción propia capaz de imponerse sobre cualquier experimento escénico, sean cual sean sus debilidades. Justificadamente, las entradas del pequeño teatro (1129 asientos y 50 de pie) se agotaron en todas las funciones para ver la Norma de Asmik Grigorian. Y de yapa muchos descubrieron a la mezzo del momento, Aigul Akhmetshina en su primera Adalgisa. Ambas lograron sus mejores momentos cuando el absurdo taller de escultura cedió paso a una decente actualización de los aposentos de Norma, en este caso un gran mono-ambiente con un mobiliario básico reminiscente de un país del este de Europa en los años setenta del siglo pasado.
Grigorian, tal vez la mas versátil soprano lírica de la
actualidad brilló con su voz de acero y un fraseo intenso. A lo largo de
secciones de passaggio apoyadas en un
descomunal fiato, Grigorian moduló convincentes
variaciones de dinámica para colocar impecables agudos. En cambio, los agudos
súbitos, esos que no se colocan como la culminación del passaggio sino más bien saltando la escala, le salieron bastante forzados, lo cual hace dudar si este es un
rol que deba repetir. Sus mejores momentos fueron un “Casta Diva” cantado con
espontánea naturalidad y una bien calibrada coloratura en “Ah! bello a me
ritorna.” Y, actoralmente hablando, Grigorian alcanzó un histrionismo difícil
de igualar, por ejemplo, cuando en su primer enfrentamiento con Pollione,
sentada junto a la mesa, lo mira socarronamente para preguntarle por qué
tiembla, como si le estuviera enrostrando la imbecilidad de no poder entender
siquiera su propia amoralidad.
Y todos los problemas de la regie desaparecieron al final. Porque a partir de “Padre, tu piangi? Piangi e perdona!”
Grigorian fue irresistible en esta plegaria que le salió como un verdadero
milagro de consustanciación con un personaje que finalmente consigue hacerse
realidad en su desesperación y ternura. Un rato antes y en un buen momento de Musiktheater, esta Norma se había sentado
junto a Pollione para compartir un cigarrillo con él mientras le comentaba
reflexiva y triunfantemente, “In mia man alfin tu sei.”
Quien no tuvo ningún
problema con la colocación de sus agudos súbitos fue Akhmetshina, una Adalgisa superlativa por la calidez de su timbrado y una
proyección de fraseo limpio y penetrante. Sus confrontaciones con Norma fueron
impecablemente perfiladas con una caudalosa y segura musicalidad, sin duda a la
par de las grandes interpretes de este rol. En “si fin all´ore” estas dos
grandes cantantes transitaron cada sílaba con seguro y palpitante pathos,
sin exageraciones de énfasis sino punteando su fraseo con una tranquila
convicción. ¡Inolvidable!
Para este dúo el director de
orquesta Francesco Lanzilotta redujo perceptivamente la arrebatada
vertiginosidad impuesta a lo largo de toda la partitura. Su lectura fue, en
general, más concentrada en la urgencia de tiempos que en el hallazgo de
detalles que caracterizó a su colega Mariotti en la Ópera del Estado, pero una
Sinfónica de Viena y el Coro Arnold Schoemberg excelentemente preparados
aseguraron todo el énfasis dramático que cabe esperar en esta obra.
Con similar volumen y arrojo que la noche anterior en la Ópera del Estado cantó Eddie de Tommaso su Pollione, en contraste con el excesivamente nasal Oroveso de Tarek Nazmi. Esta regie exigió un denodado trabajo de Clotilde como consciencia de Norma, algo que Victoria Lehkevich supo actuar y cantar con eficiencia. Y lo mismo ocurrió con el Flavio de Gustavo Quaresma.
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