España - Madrid
Ella hace huevos con puntilla
Germán García Tomás

No existe trauma que la música no pueda paliar o aliviar, y por ende, ayudar a superar. Sus efectos beneficiosos se materializan por ejemplo en lo que hoy en día se denomina musicoterapia. Bien conoce Albert Boadella el poder sanador de la música, quien en un nuevo y personal espectáculo teatral con el apoyo de su colaboradora habitual Martina Cabanas plantea una terapia de choque en la que los beneficios del canto ayudan a salir de su situación traumática a una mujer víctima de una supuesta agresión sexual.
Ella se concibe
como una liberación de los fantasmas del pasado por medio de la realización y
consumación que alcanza la expresión artística del canto. Pero Ella como propuesta teatral, como es
habitual en Boadella, seria y alejada de toda frivolidad, y con su punto
políticamente incorrecto, es por encima de todo la sensibilidad artística de su
protagonista y creadora a su vez de la idea original: la cantante y actriz con
letras grandes María Rey-Joly, a la que venimos de ver recientemente dando vida
a la sensual Lota de La corte de Faraón
en el Teatro de la Zarzuela, y que aquí añade un nuevo personaje a la galería
de creaciones del dramaturgo catalán afincado en la Villa y Corte (El pimiento Verdi, ¿Y si nos enamoramos de Scarpia?, Diva, Malos tiempos para la
lírica), el más personal e íntimo de todos ellos, tal es el grado de concentración
expresiva de este liberador monólogo femenino de casi hora y media, una suerte
de La voix humaine de Poulenc-Cocteau
sin teléfono ni obsesión enfermiza por el amante.
Porque Rey-Joly es la encarnación de la más completa
ambivalencia, duplicidad y complementación entre géneros teatrales. La artista madrileña
pasa de la comedia al drama en cuestión de segundos, y se enseñorea en el canto
con una riqueza de registros vocales que asombran por la aparente facilidad con
que son desgranados por el escenario, un suelo escénico para ella sola, y que es el de la polivalente
y funcional Sala Negra de los Teatros del Canal.
Y es que esta Ella
del tándem María Rey-Joly-Albert Boadella no debió gustar a esas comisarias del
feminismo del “solo sí es sí”, porque ella
es una soberbia Rey-Joly que se come ella
sola el escenario, que lo inunda con su carisma interpretativo e hipnotiza al
espectador durante hora y media entre risas y desvelos, “las asociaciones
mentales frente al dolor se harán visibles a través de su inclinación por el
canto, y la restauración de los hábitos cotidianos especialmente vinculados a
su condición femenina”, como explicita Boadella. Sí, y me dirijo a esas
señoritas abanderadas del nuevo empoderamiento: en el guion del espectáculo está
cocinar, pues asistimos en directo a cómo se realiza un guiso surrealista y a
cómo se fríe un huevo ¡con puntilla, claro! mientras ella fuma y vocaliza con notas de Turina antes de mancharse el
mandil con las del paño moruno de Falla, además de limpiar y
ordenar la casa -objetos desperdigados por el suelo nada más comenzar la
función serán ordenados al final de la misma- así como la práctica de
movimientos de yoga y ejercicios de respiración aconsejados por su terapeuta
anglosajona a la que ella satiriza -la
terapia moderna de la New Age por antonomasia con la Gymnopedie nº 1 de
Satie como idóneo fondo musical-, que la propia mujer desprecia cuando se
apodera de ella el canto.
Sí, ese canto que es su mayor válvula de escape, sobre todo
cuando escucha esos acordes estridentes del violín con la Danse macabre de Saint-Saëns -cuya melodía luego cantará con texto tirándose
por el suelo con el violinista persiguiéndola cual Guadaña de la página
original para violín y orquesta- que la hacen rememorar el trato violento y
vejatorio al que fue sometida, sugerido en escena por ella misma con tensos
movimientos, pero nunca explicitado de forma morbosa.
Porque todo ese repertorio vocal de variado estilo reunido
en Ella se utiliza para concebir la
dramaturgia, la narración. Toda esa música se concibe como el poderoso elemento
liberador y la verdadera terapia psicológica de la mujer ante esas imágenes
mentales perturbadoras y traumáticas, y le sirve o bien como honda y dolorosa
expresión emocional de la experiencia traumática sufrida o como factor evocador
de su propia vida y cotidianidad, mostrada a través de pequeños y banales
recuerdos.
Baste como ejemplo el recuerdo de su afición por Schubert al
ver tirado entre sus pertenencias un retrato del compositor austriaco, y cómo
su difunto padre la decía que ella prefería
a Schubert a él mismo, para luego entonar la canción que más le gustaba a su
padre, dedicada al arte supremo: An die
Musik. Píldoras sentimentales sobre la vida en general que atraviesan Ella y que en ocasiones hacen caer la
lagrimita -esa que se provoca con la ayuda de la cebolla, muy bien picadita,
por cierto, doña María-, y al aludir a los hombres, y a uno en concreto que aparentemente
fue su amante, en ningún momento son denigrados ni culpabilizados.
¡Pero quién no esboza una sonrisa cuando se pone en
evidencia al hombre aludiendo al hecho de no acertar regalando perfumes a la
mujer! Qué lástima para algunas mentes progresistas: Albert y María -creadores
libres por antonomasia, artistas a contracorriente- ignoran y rechazan la
ideología de género. La veteranía es un grado.
La desgracia, la amargura, el patetismo, la impotencia y
hasta el nihilismo existencial lo expresa la única protagonista de este Cinco horas con Mario sin cadáver
presente -solo los restos del violín que destroza, enajenada y en un arrebato
descontrolado- con un variado ramillete de canciones, entre francesas -curiosamente
ninguna mélodie de Fauré-, alemanas,
inglesas y españolas, tales como Élegie
de Massenet, As you make your bed del
Mahagonny de Weill y Brecht, Hôtel de Poulenc, Funeral Blues de Britten, Olas
gigantes de Turina o Pourquoi? de
Messiaen.
El tono jocoso de la Rey-Joly -que lo tiene en enormes
dosis- eclosiona en la receta trabalenguas La
Bonne Cuisine de Bernstein, mientras cocina a su propio gato de fieltro
como si fuera un conejo, o mostrando su mejor versión de diva de music hall en la extrovertida One Life to Live de Weill, cuando
recompone su habitación y su propia peripecia vital, antes de entregarse a la
limpieza en una Edith Piaf rediviva -qué graves y egues consigue nuestra soprano, me río yo de los concursantes de Tu cara me suena- y su nostálgica
despedida con la Cantinela de la Bachiana
Brasileira nº 5 de Villalobos.
En ese punto, el empoderamiento de verdad se ha consumado,
muestra incluida de afecto a sus sobresalientes pianista y violinista: delicada
y vertiginosa pulsación a partes iguales la de Rubén Sánchez Vieco y
enormemente teatral Alfredo Ancillo con sus damnificadas y victimizadas cuerdas,
que reemplaza con otro ejemplar de su instrumento. Llegados a este punto… ¡cómo
no rendirse viendo cómo María Rey-Joly se come ávidamente una lata de caviar
mientras canta Du bist die Ruh (Tú
eres el reposo) del divino Schubert!
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