Ópera y Teatro musical
Amsterdam: Opera Forward! Woke for ever!
Agustín Blanco Bazán

La novena edición del festival Ópera Forward organizado por la Ópera Nacional de Holanda en su sede de Ámsterdam fue un movilizador acontecimiento vanguardista de ópera y teatro. Y también un alivio de integración cultural. Porque frente al tsunami populista con que la derecha autoritaria quiere ahogarnos a todos, este acontecimiento anual brilló como una verdadera antítesis. Al tsunami derechista lo vi parodiado en la vidriera de una galería de arte con un poster que muestra a Elon Musk haciendo el saludo nazi parado en su TESLA, promocionado como el “auto de la Swástica” (“Swasticar”) capaz de subir “0 a 1939 en 3 segundos.” La antítesis festivalera en cambio que no necesitó la menor proclamación de proselitismo político para contrarrestar esta amenaza con espectáculos vibrantes en su convicción multicultural de diversidad y tolerancia.
El poster de Musk lo vi justo
antes de asistir a Codes, un
formidable espectáculo coral y de ballet, en la apodada Stopera, la moderna y cálida sala de ópera de la ciudad evocativo
de un emblema de protesta: “Stop the
opera!” arengaban los WOKE hace unas décadas contra la construcción de un
edificio que por su costo hería la susceptibilidad ahorrativa e igualitaria de
los ciudadanos. Así nació la abreviación de Stopera,
que aún persiste, risueña y socarronamente, en medio de una comunidad que ahora
acepta su inigualable aporte de renovación cultural. Horas antes de Codes, la casa vibró con We are the lucky ones, una nueva ópera
de Philip Venables.
Todo ello en un marco de
música y teatro experimental que durante varios días no sólo engalanó las salas
y los foyers del complejo edilicio a orillas del Amstel en el corazón de la
ciudad, sino que también recorrió escuelas y otros lugares comunitarios.
Codes
Codes fue presentado por sus creadores como una ofrenda a Ámsterdam en
celebración de su 750 aniversario. En una ciudad que alberga tantas religiones
y culturas, el regisseur Gregory
Caers y el compositor y director de orquesta Bas Gaakeer, instruyeron una masa
de casi doscientos bailarines profesionales y estudiantes de canto y danza a invadir
el enorme y anchísimo escenario de la sala principal con una apasionada
ejecución de danzas que combinaron una exigente coreografía preconcebida con la
expresión individual de los interpretes. Según los creadores, sus instrucciones
debían sincronizarse con una expresión personal que permitiera a cada uno de
aquellos el compartir con el público el “aquí y ahora” de su momentánea
adrenalina.
El nombre de Codes responde a la idea fuerza del
espectáculo: se trata de trascender la diferenciada variedad de ritos
religiosos y sociales que inevitablemente condiciona la psique de cada
participante para descubrir códigos comunes. Comunes en tanto que constitutivos
de una comunidad que les permita reemplazar un individualismo alienante con un
todo armónicamente amalgamado en la interacción y hallazgo de una compasión
unificadora.
Una compasión cuya razón
de ser es integrar lo dispar descubriendo así la solidaridad simbolizada con,
por ejemplo, la mirada recíproca de un niño y un vagabundo. En un parque, en el
sol. Y sin miedos.
Tal fue la narrativa
desarrollada a lo largo de un espectáculo de una hora de glorioso break dancing apoyado en percusión,
bajo, clarinete, y guitarra con amplificación electrónica, en contraste con una
masa coral proyectada a través de irresistibles cánones, acordes en legato y expresiva articulación
contrapuntística. Terminado el espectáculo la audiencia salió a un foyer
transformado en un Disco de regocijante
vitalidad. Porque en la capital del WOKE, ópera, ballet, escena y foyer son un
robusto todo energético. ¡Que absurdo
me pareció Musk en su Swasticar
cuando volví a toparme con el poster de regreso a mi hotel!
We are the lucky ones
Horas antes de Codes, la sala principal de la Stopera presentó el estreno mundial de We are the lucky ones, un experimento
operístico de una hora y cuarenta minutos con libreto de Nina Segal y Ted
Huffman, y música de Philip Venables vertiginosamente desarrollado como
“canción y danza de amor y muerte” (sic) a través de sesenta y cuatro escenas. Sí:
64 escenas en 100 minutos, que se suceden tan vertiginosamente como la vida de
una generación de los ocho personajes, cuatro hombres y cuatro mujeres sólo
definidos del 1 al 8.
Todos ellos cantan líneas
de ocho europeos nacidos entre 1940 y 1949 exhaustivamente entrevistados para
la construcción del libreto. Sus vidas han comenzado en un período trágico de
guerra y postguerra para ir progresando a través de décadas que terminaron
regalándoles un progreso desconocido en eras anteriores, aquí documentado a
través de un nombre para cada escena. Y un progreso que en estos momentos
parece haber llegado a su fin con las conmociones políticas, sociales y
climáticas que hoy amenazan con tragarse a los más jóvenes.
De ahí que los
protagonistas se consideren “los suertudos” frente a sus progenitores y su
descendencia. Sus primeros recuerdos son de bombas y evacuaciones de sus
viviendas incendiadas, la violenta irrupción de soldados invasores, un niño
hambriento por haber perdido su carta de racionamiento, o un padre
psicológicamente destruido por su experiencia en el frente. Ello en contraste
con danzas que van desde la celebración de la paz hasta la llegada de un
milenio que combina regocijo con supersticiosos temores cibernéticos. Antes de
llegar al cruce de siglo asistimos a recuerdos de una televisión que permite
ver los primeros cohetes espaciales y la caída de un muro que todos sabemos es
el de Berlín pero que en la memoria de uno de los personajes corresponde al día
en que su marido la abandonó con dos hijos pequeños.
Los diálogos y monólogos
se intercalan con magistral simultaneidad interactiva. Y a través de una acción
cinematográfica de cautivante asociación de ideas, los suertudos progresan
desde sus inicios trágicos hasta banalidades como la preocupación por empleos
de prestigio pero que los absorbe implacablemente, dilemas de promociones y de
educación de prole en colegios elitistas, casas de vacaciones, y dificultades
para limpieza doméstica.
Sobre el final los
recuerdos se transforman en citaciones literales del final de las entrevistas cuando
los suertudos se preparan para afrontar lo que vendrá y que ya no está tan
lejos. Una de las mujeres se pregunta sobre el destino del mobiliario del cual
se desharán los hijos cuando muera porque para éstos son muy viejos y pesados y
prefieren el estilo escandinavo.
Y así siguen los
entrevistados con superficialidades y abismos a través de las cuales confían a
los espectadores las incertidumbres de una cuesta descendiente. Uno de ellos se
pregunta para qué un nuevo perro si el dueño morirá antes que el animal, pero
en un rasgo de esperanza, nos cuenta que al final ha aceptado un cachorrito que
le regala un vecino. Otro medita mientras lava las tazas de café que ha
compartido con el entrevistador que acaba de irse sobre momentos como el de un
abrazo postrero antes que los sobrevivientes dediquen a su cuerpo lo que
piensan fue su poema favorito. Y una categórica duda existencial, la que ha
campeado a lo largo de esta genial amalgama de sobrevivencias, esperanzas y
aprehensiones termina empaquetándolo todo: hay una cierta pizca de terror en la
implacable incertidumbre del futuro.
Las escenas se agrupan en
unidades separadas por interludios y una intensa y diferenciada orquestación de
piano, cuerdas, percusión y metales subraya hábilmente el Sprechgesang (literalmente “canto hablado”) de personajes que pasan
sus frases de uno al otro, o integran sus monólogos a corales y danzas que en
su mezcla de sensibilidad y sorna hacen acordar a lo mejor de Kurt Weill:
congas, valses y foxtrot alternan, con cabaretístico vigor, con pasajes de canon
o cantus firmus de conmovedora
elocuencia.
Bassem Hakiki dirigió la
Residentie Orkest de La Haya y a los ocho cantantes protagonistas con un empuje
y percepción a la altura de esta creación única por su aptitud para amalgamar
teatro y música en una vivencia de transcendental existencialismo contemporáneo.
Sus nombres: Claron McFadden, Jacquelyn Stucker, Nina van Essen, Frederick
Ballentine, Helena Rasker Miles Mykkanen, y Germán Olivera.
Conclusión
Mi primera visita a este
Festival Forward incluyó una experiencia en la enorme caja negra del Studio Boekam,
contiguo a la sala principal. Bajo el nombre de The
Carousel, estudiantes
de arte escénico de diferentes ciudades holandesas fueron invitados a crear
cinco escenas de quince minutos cada una definidas como “instalaciones
operísticas” representativas de momentáneos estados psicológicos: una anciana
que vive sola en una casa en cuyo alrededor cree ver desconocidos que amenazan
con entrar, un aluvión de tradiciones orales que mueren si no se las escribe y
si se lo hace pierden vigencia, la amenaza de bombas que pueden caernos en
cualquier momento, el vértigo de un automotor rodando en una ruta sin vida, y
finalmente, una mujer alelada en la contemplación de su pecera y la vida de un
pez de color del cual parece depender la suya misma.
También encontré tiempo para The
Song Project que unió a cinco cantantes, otros tantos
compositores una orquesta de cámara en una exploración de canciones de Frank
Bridge, Gustav Holst y Ethel Smyth a través de nuevas orquestaciones y aún
transformaciones en partituras diferentes.
En síntesis: este Opera forward fue un festival en el verdadero sentido de la palabra, a saber, una calidoscópica celebración de teatro y música capaz de unir a artistas y audiencias en una consagración de espontánea vitalidad.
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