Barcelona, sábado, 1 de febrero de 2003.
Gran Teatre del Liceu. 'Picovaia Dama'. Ópera en tres actos de Piotr Chaicovsqui sobre libreto de Modest Chaicovsqui, basado en la obra de Alexander Pushquin. 1890. Director de escena: Gilbert Deflò. Escenografia y vestuario: William Orlandi. Iluminación: Albert Faura. Coreografia: Nadejda L.Loujine. Gabriel Sadé (Hermann), Nikolai Putilin (Tomski/Zlatogor), Markus Eiche (Yeletsqui), Maxim Mikhailov (Surin), Francisco Vas (Chekalinsqui), Mariano Vinuales (Narumov), Salvador Parron (Chapliski), Elena Obraztsova (La condesa), Solveig Kringelborn (Lisa), Marina Domatxenko (Polina/Milvozor), Annet Andriesn (La gobernanta), Claudia Schneider (Maixa), Alfedo Heilbron (Maestro de ceremonias), Rosa Mateu (Prilepa). Orquesta y coro del Gran Teatre del Liceu. Director: Kirill Petrenko. M° del coro: William Spaulding. Aforo: localidades 3000. Ocupación 100%.
0,0419578
La imprevista cancelación de Placido Domingo, que según consejo médico, ha renunciado a toda actividad por un mes, fue quizá la mayor desilusión de una reposición de La reina de espadas de Chaicovsqui, que en el Liceu se programó confiando en la presencia carismática del tenor madrileño en la parte del héroe negativo 'Hermann', auténtico protagonista de la ópera.La sustitución en la primera función por el tenor previsto para el segundo reparto, el rumano Gabriel Sadè, que hizo su debut en el coliseo de la Rambla, fue de esta forma mal menor y la solución más lógica ante una emergencia tan grande. Lo que pasa es que la honesta, incluso más que digna prestación de Sadè -que pese a forzar en el agudo, supo resolver con holgura el comprometido papel, también desde un punto de vista escénico, transformado en su poco ágil y chata figura en una especie de Nosferatu pelado y bastante sobrecogedor-, no pudo obviar al desengaño de los muchos espectadores -nacionales y extranjeros- que habían acudido a la cita, reservando con muchos meses de antelación la entrada, para escuchar a su tenor beniamino.No se trata de hacer comparaciones, pero cuando la expectativa se concentra en un artista es lógico que, también desde un punto estrictamente artístico, lo demás pase a un segundo plano. Y realmente, sacando la mayúscula participación de Elena Obraztsova -que ya no está para muchos trotes desde un punto exquisitamente vocal, pero que confirió una fuerza impresionante por incisividad de fraseo y poder declamatorio al rol protagonista, cuya importancia musical en la economía de la ópera es mínima, aunque fundamental-, el resto del reparto no alcanzó un nivel memorable.La soprano Solveig Kringelborn, que había gustado como 'Tatiana' en el mismo Liceu, demostró una vez más e indiscutiblemente que el papel de 'Lisa' requiere una voz con más cuerpo y mayor proyección. Esto en lo que se refiere a la evolución dramática del personaje que antes del suicidio -se lanza al río Neva- canta un aria de grandes proporciones trágicas. Se enfrenta, además, a la orquestación que en esta obra ofrece el aspecto más elevado del Chaikovski teatral.Lo que constituyó también un problema sólo parcialmente resuelto por el director Kiril Petrenko, que encabezaba las masas del Liceu (una vez más pródigas de una prueba mayúscula; tanto la orquesta como el coro, este dirigido con autoridad y perfecta homogeneidad por William Spaulding) y que tuvo su que trabajar por dirigir 'bien', sin perder el control ni el punto, pero sin poder entrar en finuras, en matices y, sobre todo, sin crear una real tensión dramática en las escenas 'clave', por ejemplo, las de la muerte de la vieja condesa, cuanto canta el cuplé de 'Gretry' 'Je crain de lui parler' adormeciéndose, o aquella en la que aparece su fantasma.Más seguro el resto del reparto, en el que cabe destacar la bella voz de la mezzo Marina Domantxenko -'Polina' y 'Milzivor' en la representación de la fiesta-. También se destaca la redondez del timbre y la acertada caracterización de la 'Gobernanta' de la mezzo Annet Andriesen; la generosa 'Primavera' de Rosa Mateu y la puntual sirvienta de la escénicamente deliciosa Claudia Schneider.Entre los varones, causó sensación por belleza de timbre y elegante figura el joven bajo Markus Eiche -demasiado y quizá demasiado apuesto para la parte del 'Principe Ieletski', despreciado en favor del lóbrego 'Hermann'. Nikolai Putilin, de figura demasiado madura para poder ser colega y compañero del desafortunado protagonista, cantó en cambio con desenfado sus dos arias, en especial la del último acto dedicada a los encantos de las mujeres. Efectivos y musicalmente acertados Francisco Vas ('Checalinski') y Máxim Mikhailov ('Surin)'. Más que correctos, en sus breves intervenciones, el 'Mayordomo' del tenor Alfredo Heilbron, Mariano Vinuales y Salvador Parron, que fueron, respectivamente. 'Narumov' y 'Chaplitski'.Laude también a los niños de la Escolania de Montserrat, instruidos por Joaquim Piqué, que resolvieron con mucha precisión y buena afinación su escena en principio de la ópera.La producción, visualmente estupenda y bien entrenada por las precedentes ediciones liceístas, lleva las firmas de William Orlandi, por lo que se refiere a la lograda escenografía corpórea, lujosa, fiel y además apta para ágiles y rápidos cambios de escena. La iluminación de Albert Faura fue fundamental para determinar los distintos ambientes; como las coreografías dieciochescas de Nadejda Luojine, de elegante evolución en la escena del segundo acto. Interesante aportación la de Gilbert Deflo, director de escena. Una regie, la suya, afortunadamente tradicional, con tan sólo un exceso, desde mi punto de vista: la de imponer al protagonista una perversión más, siendo la del juego su patología dominante y la que lo arrastra a la ruina. Francamente hacer de él un gerontófilo, puesto que se acerca a la nieta con el fin de hacerse con la abuela de la que, finalmente, abusa estando ya muerta, ha parecido una forzadura inútil. Pero se ha sobrevivido a tonterías mayores, en este mismo teatro, y se le perdona una debilidad.
Comentarios