Valencia, viernes, 7 de noviembre de 2003.
Palau de la Música, Sala Iturbi. G. Bizet: Sinfonía en do mayor. Colette (libreto) y M. Ravel (música): El niño y los sortilegios (ópera en versión concierto). Isabel Monar (el niño), Marina Rodríguez Cusi (la mamá / la taza china / la libélula), Marisa Martins (una pastorcilla / la gata / la ardilla / un pastor), Ana Camelia Stefanescu (el fuego / la princesa / el ruiseñor), José Antonio López (el sillón / el árbol), Leonard Pezzino (la tetera / el viejecito –la aritmética- / la ranita), Franck Leguerinel (el reloj / el gato), Estrella Estévez (la poltrona / el murciélago / la lechuza). Cor de la Generalitat Valenciana. Orquesta de Valencia. Antoni Ros-Marbà, director. Séptimo concierto de abono de la temporada de otoño. Aforo para la representación:1650. Ocupación: 90%
9,52E-05
Séptimo concierto de abono de la presente temporada otoñal y segundo del total de veintinueve que a lo largo de todo el curso el auditorio valenciano ha distinguido con el título de Ciclo de Compositores del Siglo XX. Más justa hubiera sido, una vez repasada la programación, la denominación de Compositores de la Primera Mitad del Siglo XX, pues ese es el lapso temporal en el que se concibieron la mayor parte de las obras que integrarán las sesiones. Sea en cualquier caso bienvenida la iniciativa que, esperemos, se mantenga y amplíe en lo sucesivo.La Sinfonía de Bizet, aunque obra decimonónica debida a la pluma de un muchacho de diecisiete años, se dio a conocer a mediados de los años treinta de ese siglo que se nos ha quedado ahí atrás. El viernes, algunos resbalones en la interpretación de su primer movimiento parecían apuntar a que el trabajo de los músicos durante los ensayos se había concentrado en la ópera de Ravel. Fue una impresión equivocada, porque el pulso se retomó con seguridad desde el Adagio, cuando la orquesta respondió con docilidad a los gestos amplios y evidentes del director catalán. Viveza rítmica y encanto melódico engalanaron una versión en la que si acaso pudo faltar una pizca de brillo tímbrico que la habría convertido del todo en ideal como entrega previa a esa exquisitez que es El niño y los sortilegios.Exquisitez tan sutil como intensa, tan dispuesta a embriagar los sentidos como el intelecto. Aún con el recuerdo fresco del Ravel suntuoso de Dafnis y Cloe a cargo de la Academia Nacional de Santa Cecilia de Roma, llegaba ahora este Ravel de lujos más despojados pero no menos deslumbrantes. Pues bien, este plato que, en palabras de Roland-Manuel, autorizaba a la libertad en lo maravilloso, fue bien servido, desde luego. Un gran trabajo de Ros-Marbà, pues supo dar continuidad a la aparente disparidad de la partitura con mano maestra de prestidigitador tierno y a la vez ingenioso. El director basó sus presupuestos en un férreo control rítmico siempre dispuesto a entregarse a la expresión melódica.Estupendo en este sentido un elenco vocal al que se le notaba plenamente identificado con sus papeles, bien dotado técnicamente para superar el reto y entregado en su vocación de servicio a la partitura. Grupo de cantantes en el que se combinaban los formados en Valencia con otros extranjeros, del cual sería injusto destacar a nadie. Si en alguna ocasión es auténticamente válido y sincero ese comodín de los críticos tan utilizado cuando no se sabe qué escribir, “elenco homogéneo y equilibrado”, es en esta. El coro se mostró en perfecta sintonía, mientras que la orquesta se divirtió y nos hizo gozar a los demás. Por unos momentos se nos revelaron las almas de los objetos, los deseos de los animales, los alientos de los jardines. Nos reímos pero también sufrimos con el niño protagonista, con ese ser con el que nos comparamos, porque tiene miedo y porque aspira a la libertad y, quizá sin reconocerlo, a un refugio amoroso.
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