España - Cantabria
Festival de SantanderAdusto Sokolov
Roberto Blanco
"A veces se puede sentir cómo la ansiedad crece en la sala hasta el momento en que Grigori Sokolov aparece finalmente ante el público. Uno se lo puede imaginar dando vueltas en su camerino, con la partitura entre las manos, esforzándose hasta el último momento por descubrir la frase más íntima de esa partitura y casi olvidando que tiene que tocar delante de un público que suspira por oírle. Su concentración es total. Finalmente aparece en escena con paso largo y firme, dirigiéndose decididamente hacia el piano. Sin esbozar una sonrisa, sin hacer ningún gesto innecesario, se sienta y comienza a tocar y, desde la primera nota, lo que oímos es música en estado puro."
Esta acotación sin firma que incluía el programa de mano, es la mejor descripción posible de la actitud física del gran pianista ruso que visitó la sala Argenta la noche del pasado 10 de agosto, a lo que siguió una exhibición de extraordinaria maestría instrumental con una musicalidad fuera de lo común. En la primera obra, la Partita nº 6 en Mi menor BWV 830, Sokolov adoptó tempi bastante animados, desgranando una versión muy viva y, a veces, embriagadora, pero siempre llevando un discurso de ejemplar claridad polifónica, y con una determinación y un sentimiento que impedía que el oyente alojase la más mínima duda sobre el camino por el que transitaba. Su vitalidad rítmica consiguió dotar a su Bach de una gran energía, sin olvidarse nunca de extraer de su piano enormes dosis de expresividad y poesía.
Asistimos después, en la Fantasía y Fuga en la menor BWV 904 a un derroche de virtuosismo, ímpetu y grandeza, sometiéndose después en la fuga a la disciplina contrapuntística, y brindándonos una versión intensamente dramática.
La segunda parte de la velada, dedicada a Beethoven, dio comienzo con la Sonata nº 11 en si bemol mayor Op.22 , en la que lejos de afectaciones y arbitrariedades, se empleó como si se tratase de la mejor obra del compositor, pero al tocar los cuatro movimientos tan seguidos, con casi inapreciables nanopausas, e incluso con la tácita voluntad de querer encadenarlos con la sonata siguiente, dio la impresión de querer convertirlas en un continuum musical ultrarromántico, transgrediendo voluntariamente el principio clásico de claridad y distinción formal.
La última obra, la ya aludida Sonata nº 32 en Do menor Op. 111, cima absoluta de la obra beethoveniana y de la historia de la literatura pianística, exigió de Sokolov no sólo sus ágiles dedos de prestidigitador, sino también un auténtico sentido de la construcción y la progresión dramáticas, en una palabra, de la música, que brotó a raudales de su instrumento. El entusiasmado público aplaudió a rabiar tanto derroche de talento, y se vio premiado con seis propinas que acrecentaron, si cabe, el respeto y la pasión por este singular pianista petersburgués.
Comentarios