España - Valencia

La cosa

José Orts Óptero
viernes, 28 de octubre de 2005
Valencia, sábado, 8 de octubre de 2005. Palau de les Arts. Obras de Bizet, Chapí, Penella, Serrano, Lleó, Rodrigo y Falla. A. Gheorghiu, C. Álvarez, R. Alagna, P. Moral, M. Rodríguez-Cusí, E. de la Merced, S. Fernández, E. Monar, O. Sala, J. Sempere. Orquesta Músics de la Comunitat Valenciana. Cor de la Generalitat Valenciana. Escolanía de la Mare de Déu dels Desamparats. Directores: L. Maazel, E. García Asensio
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Ya respira la criatura. ¿Qué es lo que la nutre? ¿Algo más que talonario y tentetieso? ¿Y qué va a ofrecer a cambio? ¿De qué estamos hablando? ¿De cultura? ¿De negocio? ¿De propaganda? A los valencianos nos va lo enorme, dijo, al parecer, su presidente pocos días antes de la inauguración (ya salió el tamaño). Lo enorme, lo ruidoso y lo efímero, sí: las paellas gigantes que se acaban en un santiamén, los monumentos falleros que se queman en una noche, las mascletàs de cinco minutos. ¿Con qué vocación nace este ser? Lo iremos viendo con el paso del tiempo, aunque a uno le queda la sensación de que estamos ante uno de esos ejemplos en los que se construye sin proyecto claro y sin presupuesto cerrado, el típico caso del edificio que se comienza por el tejado. Para muestra, los casi tres millones de euros que costaron los fastos de la presentación.

Sin duda el continente es espectacular. Lo ha sido ya durante su construcción. Gigante de hormigón, vidrio y cerámica, ahora se constituirá en el símbolo visual de la Valencia del siglo XXI. Pero no estamos hablando de una Torre Eiffel, sino de un organismo “vivo” que consumirá con una voracidad enorme. Como los estómagos de los rumiantes, albergará cuatro salas para espectáculos musicales y necesitará una gran cantidad de recursos, humanos y económicos. Es decir, los trescientos millones de euros que puede costar el edificio no serán nada en comparación con los cincuenta anuales que supondrá el mantenimiento. En tiempos de crisis para formaciones de primer nivel internacional situadas en países de una tradición cultural mucho más consolidada que la nuestra, en Valencia se apuesta por un proyecto espectacular, que requerirá, según los organizadores, una nueva orquesta (con profesores dotados de un sueldo medio, tal y como se ha publicado en prensa, de treinta mil euros), es de suponer que un coro y toda una legión de técnicos para cuya contratación, en varios casos efectiva desde hace mucho tiempo, es posible que se haya tenido en cuenta como principal aval la pertenencia a una “buena familia” de la ciudad.

Palau de les Arts de Valencia (2005). Arquitecto: Santiago Calatrava

Uno de los objetivos confesos del nuevo Palau es el de “potenciar el arte y la cultura como elemento de dinamización social”. ¿Qué querrá decir esto? ¿Serán más dinámicos los valencianos a partir de ahora? Pues quizá, si supieran hasta qué punto puede resultar deficitario un complejo de ese calibre, que será difícilmente accesible (por lo menos, en los espectáculos operísticos) para familias con un sueldo medio, más que moverse, se quedarían petrificados. Los defensores del proyecto argumentan entonces que el conjunto atraerá turismo. ¿Pero qué turismo va a venir a ver una ópera a Valencia? Pues de idéntico tipo que el que pueda salir de España para lo mismo, es decir, personas con dinero. Por lo tanto, parece que los impuestos de todos los valencianos van a servir para que la gente con recursos, tanto local como de fuera, pueda disfrutar de un espectáculo de costosísima producción a unos precios razonables (para algunos). Y si lo que se deseaba era atraer turismo de masas, con unos cuantos monumentos escultóricos megalomaníacos, y de eso los valencianos sabemos mucho, podría haber bastado.

Auditorio de Tenerife (2002). Arquitecto. Santiago Calatrava

En absoluto quiere decir esto que estemos en contra de la ópera, todo lo contrario. Pero es que hay formas y formas. La ópera en Valencia desde la Guerra Civil apenas ha contado con unas escasas temporadas regulares. Por mucho que uno se empeñe, la extendida tradición musical de la Comunidad Valenciana es más interpretativa y encaminada a la fiesta (lo cual, por otra parte, está muy bien) que relacionada con la asistencia al espectáculo “culto”. En el vecino Palau de la Música hemos escuchado grandes conciertos con la sala diezmada. Sinceramente, pasado el furor inicial, no es previsible que haya público en Valencia capaz de llenar la nueva sala más de dos veces. Y eso con los títulos más sobados del repertorio. Ya veremos qué ocurrirá si se programan obras poco frecuentes.

El nuevo edificio dice contar con un proyecto educativo para atraer a nuevo público. Si de lo que está hablando es de las típicas visitas en masa de estudiantes de secundaria que se toman la jornada como un día para el asueto y el libre griterío, pues será mejor que ni nos lo cuenten. Es mucho más seguro que un edificio así salga de una auténtica necesidad fruto de una larga experiencia en el campo de la educación, que no lo contrario. Por otra parte, que se pretenda hacer de la venta de dvd’s de las producciones del Palau una fuente de ingresos es una utopía que descalifica a quien lo propone, ni más ni menos que la intendenta, Helga Schmidt.

Sydney Opera House (1973). Arquitecto: Jorn Utzon

Al menos, una de las cosas que quedaron claras tras la inauguración es que se contaba con suficiente talento local como para poder haber hecho las cosas poco a poco. Si algo llamó la atención fue que la orquesta sonó muy bien para haber realizado tan sólo cuatro ensayos. Todos los instrumentistas, valencianos y radicados en diferentes orquestas y conservatorios del mundo, pertenecían a una generación similar, por lo que se conocían y habían tocado en pequeños grupos en alguna ocasión. Es decir, no se resultaban extraños. Pero como orquesta sí que era la primera vez que funcionaban juntos. Y salvo pequeños desajustes iniciales cumplieron con su cometido con creces. Y lo mismo se puede decir de las voces. Valencia ha dado al mundo de la lírica multitud de cantantes desde el siglo XIX, muchos de ellos bregados en el género de la zarzuela. Y sigue aportando voces de gran calidad. Por cierto, ya que en zarzuela estamos, harían bien los responsables de “la cosa” en pensar que lo que han de dirigir es un teatro lírico y no un corralito meramente operístico. Sin duda alguna, contar con una programación estable de zarzuela, en una comunidad que tanta importancia ha tenido en ese género, contribuiría a atraer y, quizá, a formar espectadores.
 
Pero, en fin, el Palau de les Arts ya empieza a sonar. Lo hizo en su sala principal, la que acogerá dentro de un año las representaciones operísticas. Hasta entonces, y con la excepción de los conciertos ofrecidos por Metha y la Filarmónica de Israel los días 24 y 25 de octubre, el recinto deberá concluirse y no ofrecerá más espectáculos. En ese año que los responsables tienen por delante hay tiempo para intentar redondear una acústica que, aún no siendo mala desde donde la pude juzgar, necesita pulir aristas. El revestimiento de las paredes con mosaico de cerámica azul marino le da a la sala un aspecto juvenil y no elitista que se agradece, pero favorece una resonancia un punto excesiva. Lo que no tiene remedio es que dos o tres centenares de localidades no tengan visibilidad. Es inconcebible en un teatro moderno que dispone a la hora de su construcción de todo el espacio que necesite. Es lo más grave. Hay otros detalles ingratos como las pantallas situadas en los respaldos de las butacas, difíciles de leer en los pisos superiores por el desnivel existente entre las filas, o el poco espacio del que disponen los que se hallan en primera fila de estos pisos superiores si tienen las piernas un poquito largas.

Si atendemos a estrictamente musical, la velada tuvo momentos de mucha altura. Un Maazel con ganas de hacer las cosas bien, construyó una versión sobresaliente de la segunda suite de El sombrero de tres picos. Su acompañamiento en los Cuatro madrigales amatorios de Rodrigo fue elegante y delicado y sobre él se levantaron magníficas las voces de Sandra Fernández, Elena de la Merced, Isabel Monar y Ofelia Sala. Así se cerraba el programa. En la primera parte, una selección de Carmen nos mostró que no es el de la mujer gitana el papel más adecuado a las características de Angela Gheorghiu. Roberto Alagna estuvo más acertado, aunque algo plano en su emisión. Por encima de todos se elevó el Escamillo de Carlos Álvarez, que más adelante volvió a triunfar con “Junto al puente de la Peña” de La canción del olvido. Esto ya fue en la segunda parte, que comenzó dedicada a la zarzuela y bajo la batuta de García Asensio con el preludio de La Revoltosa. Mientras la habanera “Todas las mañanitas” de Don Gil de Alcalá, fue hermosamente cantada por Elena de la Merced y Marina Rodríguez-Cusí, la canción babilónica de La corte de Faraón no fue bien entendida por la Gheorghiu, a quien se le agradeció el interés, así como tampoco llegó hasta la médula el empeño interpretativo de Alagna en la jota de El trust de los tenorios. Excelente estuvo el Cor de la Generalitat Valenciana y a un digno nivel la Escolanía. Los himnos valenciano y español tuvieron una lectura apasionada el primero y estilizada el segundo.

Y con los corazones henchidos, políticos, empresarios, periodistas, toreros y artistas como Emilio Aragón y Cano (sí, el de Luna) aplaudieron y despidieron con la sonrisa en los labios a la realeza. La crítica (cuya plana mayor local había intervenido en el libro “multidisciplinar” de 445 lujosas páginas que se regalaba a la entrada), colocada en el tercer piso, se perdió los saludos regios.

Bien, la cosa, esos 40.000 metros cuadrados que para Lorin Maazel son la décima maravilla del mundo (y para su bolsillo puede que una de las primeras), echa a andar, quizá con suerte libre de “gansterismos” y de papanatismos, y, quién sabe, quizá libre de la culpa de absorber la mayor parte del presupuesto musical de la Comunidad. Excelentes canapés, en cualquier caso (buenísimo el jamón de bellota).

Enhorabuena a quien corresponda.

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