Austria
El conjunto y las individualidades
Beatriz López Suevos

Ocurre a menudo que al finalizar un espectáculo en el que hemos disfrutado, que la propia diversión nos hace olvidar la calidad de lo que hemos visto y oído. Uno piensa "¡qué bien me lo he pasado!", y no "¡qué buen espectáculo!". Y eso es lo que me sucedió en esta representación. Confluyeron una buena orquesta, cantantes de gran profesionalidad, un montaje muy gracioso y una partitura excepcional. Pero lo que recuerdo es lo bien que lo pasé.
El argumento creo que es bien conocido: el escritor René Graf, conocido por su inacabada obra El Conde de Luxemburgo, ha despilfarrado su herencia y tiene que admitir a unos humildes inquilinos en el estudio del despreocupado estudiante Manfred Prskawtz y su novia Julie. Allí recibe la proposición del cónsul ruso de contraer un matrimonio ficticio con su amante Angelika Didier (cantante del Teatro Apolo) a cambio de 500.000 francos y el compromiso de separarse 30 horas después. El plan se lleva a cabo, y Réne y Angelika se intercambian los anillos sin verse siquiera. Al día siguiente en la fiesta del Teatro Apolo Réne y Angelika se conocen y se enamoran, sin percatarse de que les han casado el día anterior. La mañana del Miércoles de Ceniza se encuentran todos en el hotel, y hace su aparición Anastasia, la esposa del Cónsul, quien deshace todos los enredos (como un deus ex machina, según las notas al programa) y permite que el matrimonio de Angelika y Réne sea oficial. Manfred también accederá a casarse con Julie, formando así la tercera pareja feliz (si es que contamos como pareja feliz la de Anastasia y el Cónsul).
Miljenko Turk. Fotografía © 2005 by Wiener Volksoper
Michael Schottenberg sitúa la acción en los años 50, gracias principalmente al vestuario -gabardinas y sombreros para ellos, trajes cortos y boinas para ellas-, y el atrezzo, mezcla de glamour y miseria, creando un marco adecuado para ese submundo que se desarrolla bajo la superficie de una apariencia feliz y próspera. El vestuario y escenografía del primer acto, el Lunes de Carnaval, parecía más una celebración de Año Nuevo: trajes de etiqueta, confeti y champán. Un acierto del escenógrafo fue la graduación de las alturas: el coro inicial y la fiesta en la parte superior del escenario (el mundo del oropel), mientras el apartamento quedaba a un nivel inferior (un submundo prosaico al que se accedía a través de una puerta pequeña hasta un semisótano con tragaluces). Quizás fuese un poco exagerado presentar a los rusos que acompañaban al Conde como agentes secretos que se esconden en la nevera, sobre todo cuando en el último acto la esposa del cónsul tiene una actuación tan desternillante, pero el público disfrutó y mucho con esos gags.
El foyer del teatro en el segundo acto fue concebido por el escenógrafo como un espacio diáfano en el que cabía un rincón con una pequeña barra donde los protagonistas se sinceran. No muy elaborado, pero muy eficaz para las escenas de baile (esos valses que tanto recuerdan a La viuda alegre). Aquí el oropel venía de la puerta del fondo, el teatro, que se abría ocasionalmente para dar paso a los personajes. Pero el foyer en sí se plantea casi como en un cuadro de Hooper, donde la tristeza no está en nada concreto, pero a pesar de todo se percibe.
Fotografía © 2005 by Wiener Volksoper
La escenografía del tercer acto fue muy ingeniosa: parecía un camarote de los hermanos Marx, donde el ascensor y unas trampillas hábilmente situadas permiten gags muy cómicos, como que salgan del taxi verde todos los guardaespaldas, los protagonistas y un lote de maletas ciertamente ligeras, o bien que todos los personajes entren y salgan de las habitaciones al ritmo impuesto por la Condesa Anastasia. Aquí se lograron las mayores carcajadas, como requiere una buena opereta.
Pero tan exitoso como el montaje y la dirección de actores, francamente buena, resultó la parte musical. El director (Daniel Inbal) estuvo muy inspirado: la orquesta apoyó con eficacia las voces, y demostró cómo, con esas décimas de segundo en que se adelanta o atrasa una entrada, la comicidad de la escena aumenta exponencialmente. No podría haberlo conseguido sin una orquesta que, obviamente, domina la partitura, pero no se ha anquilosado en ese dominio y sigue sabiendo ponerse al servicio del director y el espectáculo. El coro, en cambio, me decepcionó un poco. Actoralmente eran impecables, pero no tanto al cantar.
Las voces -casi sin excepciones- se lucieron, nuevamente apoyadas por una tradición que facilita mucho las cosas a los cantantes. Personalmente me gustó más Akiko Nakajima que Miljenko Turk, pero ambos crearon una pareja muy bien compensada que se lució más en los dúos que en sus propias arias individuales. Su reencuentro en el segundo acto y el aria posterior del conde fueron de los mejores momentos de la representación, junto con el aria donde ella se plantea la boda ficticia.
Akiko Nakajima y Miljenko Turk. Fotografía © 2005 by Wiener Volksoper
Me impresionó favorablemente Natalie Karl, 'Julie', en la segunda escena del primer acto. Tiene una voz muy bonita y sabe sacarle partido. Es una de las cosas que aprecio en la Volksoper, aquí adquieren soltura numerosos cantantes jóvenes, que tienen la posibilidad de trabajar la tradición en representaciones de calidad, y acompañados de cantantes secundarios -y a mucha honra-, y, a veces, también de figuras importantes. Funciones como ésta de El Conde de Luxemburgo me dan mucha envidia. ¿Cuándo tendremos en España representaciones de zarzuela así? ¿Cuándo conseguiremos asentar una tradición como ésta de la opereta vienesa?
Por cierto, el Theater an der Wien, donde se estrenó El Conde de Luxemburgo acaba de reabrirse hace unos días como tercer teatro de ópera de Viena. Una propuesta arriesgada en una coyuntura caracterizada por el cierre de teatros y la reducción de inversiones culturales (y musicales). Ojalá pueda mantenerse después de este Año Mozart, y que se vuelva a ser escenario de nuevos estrenos operísticos de tanta calidad como Fidelio o este Conde de Luxemburgo.
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