Alemania
¿Beatus ille?
Beatriz López Suevos

En estos últimos años, Janacek se está convirtiendo, con toda justicia, en un 'clásico' del repertorio operístico. Y no deja de ser curioso, porque el mundo que narra está incluso más lejano a nuestra experiencia cotidiana que el de otras óperas aparentemente menos realistas. Y sin embargo, lo que allí se narra es nuestro propio pasado, nuestra falsa moralidad, los prejuicios que dominaron la vida de nuestros abuelos o bisabuelos. ¿O acaso no es algo tan lejano? Ciertamente, las obsesiones religiosas ya parecen algo muy lejano, pero el fuerte control social, la falta de libertad, especialmente de las mujeres, siguen estando mucho más presentes de lo que queremos reconocer. Son historias angustiosas, con finales amargos y desesperados, donde nadie sale bien librado, donde no existe felicidad, ni siquiera lucro, para ninguno de los personajes.
Y en este montaje de Katia Kabanova, esta sensación angustiosa es incrementada aun más, porque todos los elementos escénicos contribuyen a ello. No existe una localización temporal o geográfica concreta, ni siquiera es posible determinar si la acción transcurre en una pequeña villa, tal como indica el libreto, o en un mundo rural. Anselm Weber acierta al identificar ambos mundos: a finales del XIX, cuando aparentemente transcurre la acción, la diferencia entre una pequeña ciudad a orillas del Volga y una aldea es mínima. Por eso plantea la escena como una extensión del argumento: Katia está atrapada en sus obsesiones, y la escena se plantea de una forma igualmente obsesiva: un escenario que gira continuamente, tonos grises y negros, neutros por lo menos, en todo el vestuario y decorados (que recuerdan el informalismo), y un ambiente que a mí me pareció rural, pero entendiendo el pueblo no como un lugar idílico, sino al contrario, como un mundo cerrado y opresivo. No es un beatus ille, ciertamente el que presentan Janacek y Anselm Weber.
En general, me pareció una puesta en escena muy bien planteada. Como se está haciendo habitual, se mantiene un mismo escenario para los tres actos, una torre circular que gira para diferenciar el interior y el exterior de la vivienda. De esta forma, los interiores se indican simplemente mostrando el tapizado de las paredes, aunque manteniendo el carácter 'cutre' y tristón de toda la escena. La separación entre el mundo de la suegra y la nuera se resuelve en altura. 'Kavanicha' ocupa la parte superior de la torre, y nadie, salvo su hijo 'Tichon', accede allí.
La buena dirección escénica de los cantantes permitió seguir la evolución psicológica de cada uno de ellos. 'Varvara', muy encogida al principio, se va soltando a medida que aumenta su confianza con 'Katia', hasta llegar a la ruptura de toda convención en la escena nocturna. 'Kabanicha' fue una suegra odiosamente veraz, y la forma en que dominaba a su hijo hasta alejarlo de 'Katia' se trabajó sutilmente. Este fue el segundo elemento de credibilidad de la ópera.
Elzbieta Ardam. Fotografía © 2005 by Mara Eggert
Musicalmente también hubo mucha sensatez. La Museumorchester de Frankfurt me impresionó, tanto el conjunto como las intervenciones solísticas -especialmente de la trompa y el oboe d'amore-. Lothar Zagrosek es cuidadoso en el acompañamiento a los cantantes, sin por ello mermar el protagonismo de la orquesta cuando es necesario. No le tiene miedo al lenguaje instrumental de Janacek, que muchos directores quieren convertir en un compositor tardorromántico cuando su lenguaje es el propio del estilo de entreguerras.
La estrella de la noche fue claramente Ann-Marie Backlund como 'Katia'. Es una cantante con una voz llena, y una gran capacidad de comunicación. Mientras otros personajes definieron su evolución principalmente gracias a la dramaturgia, Backlund lo hizo casi exclusivamente con su canto, desde la ingenuidad con que cantó sus recuerdos de infancia hasta la amargura y los remordimientos del último acto. Especialmente conmovedora era la forma en que parecía cambiar su timbre entre los momentos de locura y visiones, y cuando narraba su dura realidad.
A su lado, Hans-Jürgen Lazar quedó eclipsado, no tiene mala voz y la usa correctamente, pero le falta la expresividad de Backlund. Le perjudicó, además, su parecido físico e incluso vocal con Michael König, que me pareció más interesante que Lazar. La segunda pareja, Jenny Carlstedt y Peter Marsh, desempeñaron sus roles con convicción, y musicalmente sobrepasaron el nivel esperable en unos coprotagónicos. También los personajes secundarios cumplieron sobradamente con sus roles, y en esto es en lo que demuestra un teatro su calidad. Cantantes sobresalientes haciendo los protagónicos los hay en muchos teatros, pero este nivel en los secundarios no es tan habitual.
La segunda estrella de la noche fue obviamente 'Kabanicha', Elzbieta Ardam, una cantante de voz potente y tan expresiva como Backlund (aunque en este rol, su expresividad es negativa, no positiva). Estéticamente convenció y escénicamente conmovió- No es extraño que fuera una de las figuras más aplaudidas al final.
Y para terminar, sólo una pregunta: ¿Por qué en los montajes de óperas de Janacek la obsesión siempre se representa como un escenario circular y en movimiento? ¿Es moda o se va a convertir en tradición? (Los lectores de Mundoclasico.com recordarán el mareo sufrido por nuestra crítica Maruxa Baliñas en el primer acto de Osud en Viena).
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