Italia
Por fin, Il Crociato
Anibal E. Cetrángolo
Esta vez La Fenice no se limitó a acompañar la ópera con la habitual y tantas veces aquí elogiada publicación que reúne el libreto con artículos de gran nivel científico: el evento musical fue precedido el 16 de enero por una mesa redonda en la sede que el teatro especialmente reserva para ocasiones de este tipo, la célebre Sala Apollinea que se encuentra en el mismo edificio del teatro.
Ese encuentro supo transmitir a un numerosísimo publico informaciones y reflexiones musicologicas de gran interés en un clima cordial y nunca solemne. Todo se debió a la inteligencia y gran información de especialistas como Anselm Gerhard, Alessandro Roccatagliati, Anna Tedesco, Claudio Toscani, Giovanni Morelli y Michele Gilardi. Gilardi, que coordinó el encuentro, es también el responsable de los textos antes mencionados.
La ocasión que motivo un tratamiento tan especial para este Crociato in Egitto era bastante conocida en el ambiente operístico internacional: la Fenice presenta ahora en primera representación contemporánea, a este hijo suyo que vio la luz aquí mismo en 1824. Los cortes presupuestarios del anterior gobierno entre sus debacles notables había provocado la postergación de este evento que inicialmente se había programado para el año pasado y que por fin llego a su casa natal en este enero.
Tanta expectativa en torno a Il Crociato estaba bastante justificada y no solo entre los devotos de Meyerbeer que son, sea dicho, muy activos (basta pasearse por internet y detenerse en las paginas web dedicadas al compositor).
Il Crociato es considerada a menudo como el final de un periodo de aprendizaje de su autor y también como la conclusión de una era. Esto es en parte justificado: es la última ópera compuesta por Meyerbeer en Italia donde se había radicado para aprender de ópera y además el Crociato es tal vez la ultima ópera pensada para que cantase un castrato.
En 1824 se trató del celebre Giovanni Battista Velluti que así cierra la carrera de los cantantes líricos de su tipo y que exige se dediquen a él algunas palabras. La anecdóta dice que Velluti llego al arte canoro casualmente y debido a un error del cirujano que corto las ambiciones militares de la familia óperando equivocadamente al niño. También se comenta que aquel medico arrojó aquellas esperanzas de gloria bélica a su gato hambriento.
Lo seguro es que la carrera del cantante, que además de Meyerbeer cantó para Rossini, fue internacional y celebre. Era de voz dulcísima pero de dotes actorales, incluso para la época, escasas: Meyerbeer decía que nunca separaba el pie izquierdo de las candilejas. Murió muy anciano en una villa situada entre Venecia y esta Padua desde donde escribo, en la nostalgia de un mundo que musicalmente había cambiado radicalmente y que lo observaba con curiosidad en su rareza supérstite. Después de un triunfo inmenso, también su Crociato concluía su carrera, resultando que en esos años de vejez de Velluti recibía en la Scala un sonoro fracaso.
El legado más vivo que legó a nuestro tiempo la experiencia del cantante es su colaboración en un texto didáctico que se usa aun en los conservatorios de todo el mundo: el Tratado de canto de su amigo García. El mundo le había sido generoso no solo en la celebridad del arte sino también a través de impensables satisfacciones sentimentales -el amor de una Romanov entre ellas- tanto que lo apodaban “lo sciupafemmene”. Su tumba se encuentra próxima a aquella villa de otro tiempo, en el cementerio de Dolo
Boceto de Francesco Bagnara
Escena 17 del segundo acto de Il crociato in Egitto
La densidad de connotaciones de este titulo ha movido hasta este momento una curiosidad más bien intelectual ya que la ópera, como se dijo, nunca fue vista modernamente y escasamente escuchada: hasta ahora circulaba solamente, y con comprensible dificultad, una versión en vivo grabada durante un concierto de 1979 que, para subrayar su bizarría, era ejecutada por la Orquesta y Coro de la Sacred Music Society enriquecida por la colaboración de un grupo digno de las cruzadas: nada menos que la banda militar de West Point. ¡Ah! Todas la cruzadas. La cruzada…
Meyerbeer firma este titulo presentado en la Fenice en 1824 con Gaetano Rossi, un libretista afamado que también colaboró con Mayr y con Rossini (Semiramide, por ejemplo) y fue, según parece, quien facilitó el contacto del compositor alemán con el autor del Barbiere. Sobre libretos de Rossi, Meyerbeer había presentado en Italia Romilda e Costanza, (Teatro Nuovo -actual Teatro Verdi- de Padua, 1817) y Emma de Resburgo (Teatro San Benedetto, Venecia, 1819).
El primer acto de la ópera es muy extenso (en la Fenice, el otro día, incluso con cortes, se llegó a una hora y cuarenta minutos). Sucede que hay que contar cosas acontecidas a los personajes antes de la subida del telón. Y esto no es raro, el género lírico se mueve bien en el presente porque al cantar afectos cuenta correctamente lo que ahora se siente pero, como decía Carl Dahlhaus, a diferencia del teatro se mueve mal en el relato del pasado, el antefatto. Baste recordar la complicada primera escena de Il trovatore que se enjambra en el enrevesado relato de Ruiz a los soldados del Conte di Luna. De manera análoga, este primer acto del Crociato debe contar demasiadas cosas antes de poner en movimiento una maquina de ofensas, honor despechado, y perdones sin fin que dan pretexto a todas las combinaciones posibles de pasiones a dos, a tres, a cuatro, y a cinco, que son la materia prima de los estáticos momentos musicales de las óperas.
El pretexto histórico mezcla de manera improbable dos cruzadas. En este aspecto, lo que más me ha llamado la atención en un tema donde el conflicto religioso es tan central, es que jamás se mencionan las palabras “Cristo”, “Jesús”, o “Maria”. Y eso que la mitad del personal se profesa cristiano. En cambio lo que se escucha, y mucho, es la referencia a la divinidad como “Nume”, que es el término con el cual Radames se dirige al “Possente Fthà, del mondo creator”. Eso y un parecido insoslayable del iluminado Aladino egipcio con otro oriental sabio, Zarastro, me hacen opinar que tiene mucha razón Gian Giuseppe Filippi cuando propone una lectura del “intreccio” más alegórica que histórica, y recuerda que los dos autores del Crociato eran importantes masones (uno de ellos hebreo). Armando, el protagonista, exhibe gran desenvoltura ante los lazos de lo divino: sus cambios de religión son constantes con las lógicas consecuencias en el vestuario. Filippi muestra otra cosa que nos empuja a una interpretación iniciática: la tierra del Nilo era llamada al kemi, la tierra negra, lo que, obviamente, da nuestro vocablo “alquimia”. La lejanía afectiva del compositor hebreo con el mundo cristiano de la ópera es subrayada por el tratamiento exótico que la orquesta asigna a los cruzados: arpa, fagot y trompa.
En ese nudo de direcciones encontradas hay sorpresas. Hablaré en primer lugar de la mirada hacia el pasado: el escuchar después de una “moderna” stretta en fortissimo un desolado tecladito (un fortepiano) acompañando un recitativo secco. No hay que olvidar lo el lector bien sabe: que se proponga aun en 1824, es decir mucho después del Arsace del Tancredi rossiniano, un héroe que no necesita afeitarse. En sentido opuesto, mirando hacia el futuro, las novedades son muchísimas. El principio de la ópera ante todo. Aunque ya estaba preparado para ello, el intenso y sonoro momento inicial con coro (¡y pantomimas!) es realmente de enorme efecto, como también lo es el finale primo, conclusión digna de cualquier grand opèra. El comienzo sin obertura y la aparición sin preámbulos de la protagonista femenina, Palmide, “sin esperar que el público termine de entrar” permiten a Maria Giovanna Miggiani individualizar un signo estilístico del compositor alemán y le hacen suponer que a estas características de dramaturgia musical aludían sus contemporáneos al mencionar una “introducción a la Meyerbeer”.
Siempre en el primer acto, se escucha el momento más famoso de la ópera, el “terceto con sorpresa” 'Giovinetto cavalier' que reserva, no solo para los protagonistas sino también para el espectador, toques nostálgicos. Es la última vez que tres voces blancas pueden ofrecer una sonoridad de esta homogeneidad: un terceto de voces blancas (pienso en el intento también restaurativo del amado Richard Strauss en el final del Rosenkavalier). En realidad fueron las circunstancias que impusieron a los autores de Il Crociato una solución tan feliz. Cuando en 1824 se decide presentar la obra en Venecia y ya no en Trieste, como se programaba inicialmente, la Fenice impuso la actuación de una mezzo, la Lorenzani y esto impuso a los autores la creación en el ultimo momento de un rol ad hoc: Felicia. Ella, Palmide, junto a su amado Elmireno de voz aguda hacen posible tal fusión vocal.
Como nos ayudaba a entender Gerhard, una sucesión de tiempos verbales distingue cada participación de estos personajes: comienza la amante cristiana recordando en pasado remoto la canción del trovador (versos troncos de ocho silabas como en la poesía provenzal y como en 'Di Provenza il mare, il sol'), después su rival musulmana retoma el mismo motivo pero expresándose en pasado próximo. Ambas son interrumpidas en el presente sorpresivo y crudo por la “presencia” en off de la voz del codiciado Crociato. El conjunto fue infinitamente parodiado en su época, no solamente en obras para piano (M. Dunois) sino también para arpa (Robert-Nicolas-Charles Bochsa) y para flauta y piano (Jean-Louis Toulon), que fueron publicadas en su tiempo por el editor Ricordi y evidentemente es de gran efecto.
En este numero de conjunto vocal, como en muchos otros análogos, Meyerbeer reserva enormes secciones solistas a cappella o casi. Alguno de estos, fundamentalmente un quinteto, fueron objeto de critica por uno de los cronistas venecianos que escucharon el estreno de 1824 quien indica que Meyerbeer es buen compositor pero es alemán y no entiende las voces, piensa instrumentalmente, tanto así que aquel periodista en su articulo sugiere una instrumentación para reemplazar el “error” del prusiano.
Ya que se habla de alemanes, no puedo dejar de notar la excepcional cantidad de arias acompañadas en pizzicato, y hasta hay pizzicati después de momentos de furor beethoveniano en la cuerda grave que prometían ambientes de densidad más cerrada. Todo esto me hace suponer que Wagner debería haber pensado en su compatriota cuando criticaba el uso mandolinesco de la orquesta. ¿Meyerbeer más italiano que los italianos? No cabe duda alguna de que el consejo que recibió de joven de foguearse en Italia si pretendía entender de ópera dio sus frutos. Él mismo escribió “Todos mis sentimientos y pensamientos fueron italianos, después de haber vivido un año en Italia me parecía hacer nacido en Italia…” En Il Crociato esto se escucha constantemente: la intensificación sonora en los momentos tensos exhibe la lección rossiniana y hasta no falta algún momento donde el entusiasmo optimista de Armando -“di tanti i miei contenti/già l’idea brilla mi fa”- recuerda momentos más sevillanos ante una ocurrencia inteligente: “Che invenzione prelibata!”
El empleo de la orquesta merecería una extensión que no permite un artículo periodístico. Efectos estereofónicos sin fin (por ejemplo bandas de musulmanes y de cristianos que se encuentran), un orgánico riquísimo con gran parte de los vientos habituales multiplicados por dos, a los que se suman percusiones no convencionales, arpa, contrafagot, y hasta serpentón (que no vi en esta representación lo cual no me extraña: bien recuerdo lo que me costó dar con uno hace unos años). Toda esta paleta tímbrica es usada de forma innovadora: son abundantes los exigentes solos instrumentales y recuerdo varios del clarinete, y uno del violoncello especialmente hermoso y muy bien tocado (en 'Tutto qui parla ognor', una aria que Palmide canta en el segundo acto).
Lujo, lujo y lujo. Eso no esta mal porque, con mucho o con poco, lo importante es que la cosa funcione. En esta ópera la arquitectura musical es muy sólida y la riqueza de color desbordante. Todo es grande y variado en este prusiano que lo tiene todo a su disposición. Pienso en la alternativa que la vida ha ofrecido a cierto joven siciliano, Bellini, un exhibicionista de la simplicidad que se sale con ocurrencias melódicas sin comparación posible. ¿Faltan melodías en Meyerbeer? No, tiene buenas ideas, como las de aquella de 'Tutto qui parla ognor' o las de la bella 'D’una madre sventurata', tambien cantada por Palmide) pero a veces la cosa se salva gracias a una artesanía muy bien aprendida. Aquel eficacísimo terceto, por ejemplo, es construido sobre un tema que solamente un fanático de Meyerbeer podría calificar de inspirado y algo similar sucede en el coro que se canta cuando entra la nave cruzada, 'Vedi il legno, che in vaga sembianza', donde el movimiento de los remadores anticipa, para mí de manera evidente, otras fatigas del teatro musical mucho menos pretenciosas:
Ay ay ay ay, qué trabajos nos manda el Señor / agacharse y volverse agachar, etc., etc.
El responsable musical, Emmanuel Villaume, fue eficaz y muy aplaudido. Sirvió a la música en su dinámica y en su variedad tímbrica, pero… ¡qué gesto! Bien sé que lo que importa en música es lo que se escucha y en relación al gesto de la dirección orquestal, después de haber admirado tanto al lejano Rafael Kubelik, a quien era mejor escuchar con los ojos cerrados, estoy convencido que si el director es funcional, sirve. No puedo dejar de escribir, sin embargo, que las manos de Villaume me evocaban a Charles Laughton haciendo de emperador romano. Por otro lado hace pocos días, en el cincuentenario de la muerte de Toscanini, la televisión nos mal acostumbró al recordarnos aquella energía concentrada en la economía del movimiento…Volviendo a cuanto se escuchó en este Crociato, fuera culpa del gesto o motivo previo, hubo momentos de evidente desajuste en el grupo instrumental.
La puesta austera y muy conseguida del experimentadísimo Pier Luigi Pizzi fue una pieza esencial de la buena presencia de esta ópera. Todo se mostraba negro y blanco en los cruzados (más bien negro). y mucho lujo de color en los vestidos de los musulmanes. Fue clara por parte del regisseur una simpatía por los egipcios en la elección de campo cultural que Pizzi compartió con los autores de la ópera (sobre todo el compositor, que en acciones de coro con musulmanes y cristianos, estos últimos son representados por bajos que cantan rítmica e inflexiblemente, dejando a los egipcios la humanidad tenoril de la melodía). Buen juego de masas. Única cosa que desentonaba: un enorme crucifijo de santería.
El protagonista en el elenco que me correspondió fue el rumano Florin Cezar Ouatu, debutante que resultó muy eficaz. Su voz en registro tan comprometido se proyectaba perfectamente. Excelente en las agilidades. Su expresividad y capacidades actorales fueron muy satisfactorias.
La granadina Mariola Cantarero, que cantó 'Palmide', tiene una voz bella mórbida y exhibe un filato que recuerda glorias catalanas más que andaluzas. Su coloratura es en cambio pesada y cuando no puede tomar el agudo en piano y prepararlo con tiempo hace escuchar una emisión cerrada. Excelente cantante, muy expresiva…
La 'Felicia' de Tiziana Carraro fue correcta y a veces más que correcta. Es artista de muy buena musicalidad pero en los límites del registro pierde control de afinación y emisión..
El 'Aladino' del ya muchas veces visto en la Fenice, Federico Sacchi, fue realmente excelente. Este joven cantante transmite siempre seguridad y se lo puede escuchar sin temor. Todo lo contrario de cuanto aconteció en el rol peor servido de este elenco, el del tenor mexicano Ricardo Bernal. Bernal tiene una voz hermosa y volumen pequeño. ¿Cansancio de ultima función?, ¿problemas de técnica? Leemos respecto a la gran actividad de este cantante, sobre todo en España. Lo real es que sus intervenciones no permitieron una escucha ni serena ni placentera y estuvieron por debajo de cuanto el drama exigía. Un condottiero intransigente debe asustarme desde su seguridad, no desde su temor. Eso no es sano teatralmente. Espero sinceramente poder escuchar su bello timbre en condiciones mejores.
Muy bien la orquesta, y mención especial merecen los tantos y excelentes instrumentistas que tuvieron responsabilidades de solo. Muy solvente el coro que preparó Emanuela di Pietro. En general, la versión fue buena y habría podido, con un poco más de suerte, haber sido extraordinaria, pero hubo problemas de reemplazos en el último momento en el rol principal del tenor.
El volumen escrito que acompañaba la ópera con la calidad acostumbrada, resultó aún más imprescindible ante la originalidad del tema.
En resumen, creo, que este enfrentamiento con la realidad musical y escénica, bien justifica la expectativa que se tenía. Es cierto, Il Crociato es un eslabón fundamental en el desarrollo del melodrama en un momento por muchos motivos puente en la historia de la música. Con respecto al mecanismo productivo parece representar tambien cambios epocales: en Il Crociato el músico ya es el autor indiscutido de la obra. Han pasado los tiempos de libretos sin nombre del músico: Meyerbeer, tal vez porque es tan rico que puede permitirse cualquier cosa, exige una publicidad de un tipo impensable antes y hace escribir esto en los afiches: “poesía di Rossi. Música del signor Maestro Giacomo Meyerbeer”. Es cierto que todavía supone una distribución de roles “a la antigua” con un tenor masculino y todavía no héroe. Precisamente su mirada bifronte hacia atrás y adelante provocó en la ya citada mesa redonda pretextos para que Giovanni Morelli lanzase alguna de sus brillantes paradojas habituales: “Il Crociato traiciona reglas aun no escritas” o “es la innovación a través de la restauración”
Personalmente me divertí mucho y pienso que tal vez sea cierto que, como alguien dijo en días anteriores, si Meyerbeer no hubiese hecho otras obras posteriores matando a las precedentes, Il Crociato habría perdurado más tiempo en los teatros.
Un fuerte “bravo” para La Fenice, madre respetuosa y memoriosa de sus criaturas. De todas y no solamente de las exitosas.
Comentarios