Verdi cuenta en Nabucco una historia que habla de esperanza, cohesión y humanidad, a pesar de toda la estridente dramaturgia de contrastes.Y la obra lo demuestra una vez más: las contradicciones son grandes, pero hay que soportarlas, hablar de ellas, eliminar los tabúes.
Es imposible no ver en los habitantes de Anatevka, marchando hacia sus destinos desconocidos a la sombra de un pogromo amenazante, a los miles y miles de familias que huyen de la violencia en Oriente Próximo y en Ucrania, pero también en otras partes del planeta.
Madame morirá sentada ante la mesa, tras la conmoción que le causara el caos provocado por la revuelta de sus criados.En fin, no se trata de un efecto demasiado contundente como para causar un gran impacto teatral, pero sí como para sonreír con el humor negro de la trágica situación.
Horas antes del estreno, un grupo de neonazis e imbéciles que se prestan para protestar contra las medidas sanitarias de prevención por la pandemia gritaban el himno de Alemania frente a la Ópera de Düsseldorf como para hacerse con el control del discurso.
Hilsdorf, haciendo alarde de abundante buen humor, imprime su propio sello, apelando al saborcillo local de la Renania para hacer más potable este ladrillo de Wagner.El coro está disfrazado con los uniformes militares rojiblancos y sombreros de tres picos de los grupos renanos de carnaval (parodiando a las odiadas tropas prusianas que ocuparon estos lares desde 1822 hasta comienzos del siglo XX).
La ambivalencia de la marioneta sin alma que es despertada por arte de magia, como un autómata, había impactado a los espectadores en 1911 en medio de las innovaciones industriales que presenciaban entonces.