Las ocurrencias individuales de Serebrennikov se hundieron en un todo fracasado por su insistencia en sabotear una dramaturgia original que, como decía Kupfer, es mucho más compleja que la de cualquier ópera wagneriana.
Es ya un clásico.Cuando una o un director de escena no tiene ni idea de qué hacer con una ópera, mete figurantes y bailarines por doquier.No falla.Cuanta más gente innecesaria sobre el escenario, menos hondura e inteligencia.
Puesta en escena astuta, la de Homoki.El público que viene buscando «la Carmen de toda la vida» queda satisfecho merced a trajes perfectamente adecuados a la tradición para cada protagonista.Y el público que busca «algo nuevo» se encuentra con una versión meta-histórica que no deja de tener su interés.
De nuevo Beczala en el rol de Lohengrin.Para mí la segunda vez.Sólo tengo que agregar a lo ya dicho que la voz está más ancha en centro y grave sin que haya la menor tensión en el agudo ni pérdida en el esmalte.
Homoki yerra el tiro en su extrapolación temporal, pues la ambientación decimonónica que plantea no resulta eficaz a la hora de establecer relaciones entre italianos y austriacos.La propuesta tiende al galimatías y a la confusión, y el regista alemán se apoya en un gran muro móvil de color verde esmeralda como único elemento escenográfico durante los cuatro actos de la ópera, lo que deslocaliza las ubicaciones originales y priva a la ópera de toda su magnificencia
Homoki logra aquí una puesta maravillosamente minimalista de La Traviata y sin embargo tan emotiva que no deja nada que desear.Esto no solo se debe a la dirección y a la ingeniosa escenografía, una superficie oblicua a modo de espejo en la que se juega todo el destino de una mujer destruida por la sociedad.
Por momentos aquello parecía más una obra de Brecht y Weill que de Verdi y Piave, pero sinceramente creo que la transformación es un acierto: el truculento argumento de La forza dudo que resista ser narrado en voz alta sin provocar la hilaridad de la mayoría de los presentes, por lo que el salto conceptual hasta contarlo como una especie de comedia enloquecida no resulta especialmente chirriante.
La carrera de Weinberger habría sido probablemente muy otra de no haber subido al poder Adolf Hitler y su régimen genocida antisemita nazi en Alemania en 1933.En un momento en que Arnold Schönberg y Alban Berg buscaban un nuevo lenguaje para el teatro musical, Weinberg no mostraba la menor ambición por adaptarse a los signos de los tiempos y se mantenía fiel a los grandes modelos de Antonín Dvořák y Bedřich Smetana, a los que añadía algunos ásperos sonidos, como los de Leoš Janáček.
Fabio Luisi hizo que la orquesta sonase la mayor parte del tiempo a fanfarria en una lectura plana y carente de interés, que únicamente remontó el vuelo en momentos puntuales, y fundamentalmente por el buen hacer de cantantes y coro más que de la batuta.
La versión de Homoki no deja absolutamente nada que desear, todo está perfectamente coordinado y conmueve a tal grado a la platea que desde el primer acto se oye por lo bajo en la sala cómo las damas asistentes se apresuran a sacar pañuelos de sus bolsos para secarse las lágrimas que asoman a sus ojos y ruedan por sus mejillas.