Un repertorio poco habitual y que encantó al público dada su reacción.La directora Jeannette Sorrell exhibió técnica depurada y mucho carisma, dentro de un estilo híbrido en el que se intentaron aunar rasgos historicistas con otros donde el tipo de instrumentos de que constaba la OSCyL pudieran sonar con empaque y variedad.
Giltburg estaba en su particular y debussyano mundo y Sakari Oramo hacía encaje de bolillos de forma lenitiva para decidir cuándo respetaba al pianista y cuándo respetaba a la orquesta.
Final apoteósico pero serio y entusiasmo del público, que dedicó una larga ovación a los músicos en reconocimiento a una versión no perfecta pero muy disfrutable en múltiples aspectos.Lo espectacular, y además bien interpretado, gusta y vende.
Un concierto cuajado de aciertos que invitaron a disfrutar de la música sin sobresaltos en perfecta comunión con el maravilloso sonido de la orquesta Mozarteum de Salzburgo, un clásico en la obras del programa que llevó a los atriles.
La cuerda, como siempre en Fischer, se erigió en el aspecto más expresivo desde su múltiple presencia y sólido armazón;por supuesto, dentro de un estilo moderno: es cálida sin llegar al sentimentalismo empalagoso.
Josep Pons y Patricia Petibon han colaborado estrechamente en ocasiones anteriores, y solo así se entiende la presencia en el escenario de la sala sinfónica de la soprano francesa, dado su calamitoso estado vocal.
Antoine Tamestit regaló unas intervenciones simplemente impecables, y además ejerció de “personaje”, tocando desde distintas posiciones de la caja escénica y reaccionando a veces de forma graciosa ante ciertos pasajes.
Los criterios historicistas, o personales, que tienen que ver con asuntos de espacio escénico y que empeoran la capacidad de percepción del público son siempre un error desde el momento en que la sala es algo que no se modifica.