Ópera y Teatro musical

Saint François d’Assise: la ópera del Espíritu (1)

José-Luis López López
martes, 19 de julio de 2011
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Casi 28 años (se estrenó en la Ópera de París, Palais Garnier, el 28 de noviembre de 1983) ha tardado en llegar a España la versión escénica de la gigantesca y absolutamente singular Saint François d’Assise, única ópera del más 'clásico' de los compositores franceses del siglo XX, Olivier Messiaen (1908-1992). Las cinco representaciones en el Teatro Real (trasladado físicamente para la ocasión al Madrid Arena) los días 6, 8, 10, 11 y 13 de julio, pueden ser una ocasión única: tal vez transcurran décadas antes de que regrese de nuevo a nuestro país.

En estas representaciones, cuya dirección musical comanda Sylvain Cambreling, son responsables de la instalación Emilia e Ilya Kabakov, y de la disposición escénica Giuseppe Frigeni. El Ángel -la única voz femenina de toda la obra, aunque quede claro que Messiaen habla de “él”, decantándose por su “masculinidad”, según la iconografía y denominaciones tradicionales de los pocos ángeles con nombre propio: Miguel, Gabriel, Rafael...; no se detiene en la disputa medieval acerca del “sexo de los ángeles”- es la soprano sueca Camilla Tilling (1971), y San Francisco, el barítono español, nacido en Basilea (1968), Alejandro Marco-Buhrmester.

La duración ‘canónica’ de la obra (según su estreno en la Ópera Garnier en 1983) es de 3 h 53 min -tiempo ‘neto’-. Sus tres actos y ocho cuadros (I: 1º, 2º, 3º / II: 4º, 5º, 6º / III: 7º, 8º) se distribuyen, junto con las pausas, así, según el anuncio del Teatro Real: Acto I (68 min original, 70 min aquí) - Pausa (30 min) - Acto II (106 min original, 115 min aquí) - Pausa “para restauración” (60 min) - Acto III (59 min original, 70 min aquí). Es decir, en estas representaciones está prevista una duración total ‘neta’ de 4 h 15 min, que unida a las pausas (90 min) llega hasta 5 h 45 min: si todo se desarrollara con puntualidad cronométrica, puesto que el comienzo es a las 18.00 h, la bajada final del telón sería a las 11.00 h 45 min (en la práctica, convendría prepararse para salir entre las 00.00 h y las 00.30 h).

Y bien: ocasión ‘única’, insistimos. Quien esto escribe no ha tenido, hasta ahora, la posibilidad de ver esta magna obra en directo. Sin embargo, ha escuchado, atenta y repetidamente, todas las versiones discográficas existentes (incluso una que el propio Cambreling no cree que exista -la tengo encima de la mesa ahora mismo-); y ha visto la única edición en DVD que hay hasta el momento. Por otra parte, casi podemos afirmar (el “casi” es parte de una cláusula de extrema prudencia) que disponemos de la totalidad de la discografía de Messiaen, de esta ópera y de todas sus grabaciones; a lo que hay que añadir una extensísima bibliografía, ‘devorada’ de punta a cabo, probablemente la mayor de toda España. Para empezar, recomendamos a quienes estén interesados en este compositor la consulta del extenso artículo nuestro, publicado en Mundoclásico el 24 de diciembre de 2008, titulado “Olivier Messiaen en el centenario de su nacimiento (I)” [leer aquí] en el que se expone una panorámica general de su vida y estilo musical, seguido de otro, publicado el 26/12/2008, “Olivier Messiaen en el centenario de su nacimiento (y II): Des Canyons aux Étoiles” [leer aquí]. Ambos son la reproducción, ligeramente ampliada, de nuestras Notas al Programa 2º de Abono, temporada 2008-2009, de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, que interpretó, dirigida por Marc Soustrot, esa obra de ¡100 min! exactos de duración los días 30 y 31 de octubre de 2008 en el Teatro de la Maestranza, en lo que fue el mayor homenaje de toda España al “Bach del siglo XX” en el centenario de su nacimiento (de hecho, tuvimos que 'negociar' la autorización para que esas Notas tuvieran 35 páginas, posiblemente las más extensas de todos los conciertos ofrecidos por la Sinfónica sevillana en sus 21 años de historia).

Con esa 'introducción' podemos pasar a comentar directamente Saint François d’Assise. Pues Des Canyons aux Étoiles (1971-1974) fue la obra inmediatamente anterior, cronológicamente (y también la más extensa y compleja) hasta la ópera, que ocupó a su autor desde 1975 hasta 1983. Es sabido que Messiaen (que declara haber recibido la primera gran llamada hacia la música con la escucha de Pelléas et Mélisande, la imperecedera ópera de Debussy) había estudiado a fondo la gran producción lírica anterior a él (subrayemos a Mozart y Wagner) y pensaba que no estaba dotado para la música teatral (véase que asombrosa combinación, completamente auténtica, de humildad y autoexigencia), por lo que jamás compondría una ópera. No pensaban lo mismo otras personas: y el suizo Rolf Liebermann, Director de la Ópera (Palais Garnier, aún hoy en activo; la Ópera de la Bastilla, esa obra maestra del ingenio tecnológico, no se inauguró hasta el 14 de julio de 1989, entre las celebraciones de la Gran Revolución), le urgió, a continuación del gigantesco ciclo orquestal que fue Des Canyons..., a componer una obra lírica. Respuesta negativa y, ante la implacable insistencia, largas dudas... Finalmente (aunque, como la gota de agua que horada la piedra, pensamos que las dudas fueron las que maduraron la decisión afirmativa), el coup de grâce (más bien simbólico: sería ingenuo pensar que esa fue la causa) fue la 'encerrona' preparada por Liebermann: la invitación a cenar en el Palacio del Elíseo con el Presidente de la República, Georges Pompidou, quien, al final de la comida le dijo al compositor (en una mezcla de orden, ruego y pregunta): “Messiaen, ¿escribirá usted una ópera para la Ópera de París?”. El músico, amable y cortés, manifiesta que este fue el momento germinal de su aceptación; mas, hablando de gotas de agua, la exclamación de Pompidou fue, más bien, la que colmó el vaso, ya prácticamente lleno. No puede explicarse, de otra manera, la inmediata puesta en marcha de los trabajos, que se extenderían a lo largo de ocho años: en 1975, la elección del asunto (tratándose de Messiaen, es impensable que no fuera un relato religioso). Enseguida descartó dramatizar algo relacionado con la Pasión o la Resurrección de Cristo: se sentía indigno de afrontar semejante temática (¿cómo iba a cometer el atrevimiento de subir a Jesús al escenario?).

Inevitable: quedaba la vida de su santo preferido, Francisco, “il poverello d’Assisi”, que la tradición católica ha venido a designar como el Alter Christus, el “otro Cristo”. Nacido en Asís (provincia de Perugia, región de Umbria -en español, Umbría-, en el centro de la península italiana) en 1182, y muerto en el mismo lugar en 1226, a los 44 años de edad, fue canonizado por el papa Gregorio IX en 1228 (no habían transcurrido dos años desde su tránsito). Su nombre era Giovanni Bernardone, hijo de Pedro, un rico comerciante de telas, que viajaba mucho a Francia y tenía una gran simpatía por aquel país, por lo que puso a Giovanni el apodo cariñoso de “Francesco” (el “francesito”). Otra explicación de que fuera llamado así es la afición del muchacho por la lengua francesa y los cantos de los trovadores. Tuvo una juventud despreocupada y tumultuosa, recibió la educación regular de la época para un hijo de la burguesía, luchó en las filas del ejército papal, y fue hecho prisionero; su cautividad duró al menos un año.

Por consiguiente, no era santo desde que nació. Fue cuando se dirigía a Puglia (Apulia, en el ‘tacón’ de la bota peninsular) en 1205, adonde marchaba a pelear, cuando, en Spoleto, Perugia, “una noche oyó una voz que le dijo que volviera a Asís”. Este es el momento inicial de su ‘conversión’, a los 23 años (más de la mitad de los que viviría en la tierra). Tras numerosas tensiones, debidas a la oposición paterna, consiguió reunir a un puñado de compañeros, e Inocencio III, no sin reparos, aprobó provisionalmente las Reglas de la Orden Franciscana en 1209, la primera de las ‘órdenes mendicantes’, a la que siguió la de los dominicos y otras. Una verdadera revolución frente a las órdenes religiosas que había hasta esos momentos: su característica principal era el voto de pobreza y predicar el Evangelio en el mundo. Sus miembros se llamaban ‘frailes’ (“Fray Francesco”) frente a, por ejemplo, los de las órdenes benedictina o cisterciense (y otras), que se denominaban “monjes” y vivían en monasterios, frecuentemente con grandes propiedades y poder, representado por sus abades.

Y del Francisco ‘convertido’ (y ni siquiera recientemente: cuando hace años que ha tomado los hábitos de ‘su’ Orden) es de quien únicamente se ocupa Messiaen en su ópera. Más aún: el argumento, el libreto, escrito por el propio compositor, de lo que trata fundamentalmente (podemos decir que de modo exclusivo) es del proceso de ahondamiento e intensificación de esa conversión hacia el modelo ideal, humanamente inalcanzable, del propio Cristo (pero si alguien se aproximó más que ningún otro a ese modelo fue el “Poverello”: de ahí su universal calificación en la Iglesia Católica como el “alter Christus”): castidad, humildad, pobreza, entrega a los demás, sufrimiento... Y amor. Amor a todas las criaturas (humanas, animales, vegetales e inanimadas: Francisco es el primer ‘ecologista’, un ecologista ‘a lo divino’), bellas o feas, atrayentes o repugnantes. Se trata de un 'relato interior', el del progreso de la gracia en el alma del santo, y las ocho escenas de la obra son sólo ‘sintomáticas’, las ‘muestras’ externas mínimamente imprescindibles para dar cuenta del progreso íntimo hacia la más alta liberación espiritual. Ópera sin parangón: sólo posible para alguien como Messiaen, con su 'cándido' catolicismo, su feliz 'fe del carbonero' (y, sin embargo, tenía una formidable, apabullante, formación teológica), que la subtitula como Escenas franciscanas, que al libreto lo llama “poema”, que escribe un texto 'sencillo' y breve (sus dimensiones son minúsculas, para las aproximadamente 4 horas que dura la obra).

No conviene despistarse (ya hemos leído bastantes patinazos, leves o no tanto, sobre el ‘libreto’; pues la música sólo puede suscitar admiración, asombro: -el placer y al mismo tiempo el terror de lo sublime que señala Kant en la Crítica del Juicio-) con la 'candidez' y la 'simplicidad' del texto y del curso de la (llamémosla así) 'acción'. La 'candidez' de Messiaen es la decantación de la más pura sabiduría; la 'simplicidad' -justo lo contrario de la simplonería- es el acercamiento a la inteligencia divina, que todo lo ve 'de un solo golpe'. Sólo él era capaz de de tal audacia, unida a su natural desparpajo naíf: consagrar un espectáculo de cuatro horas a la simple 'crónica' del desarrollo de un alma humana, desde el incoativo descubrimiento de la santidad, hasta su realización en la estigmatización, la muerte bienaventurada, y más allá.

Para ello, echa manos de todos los recursos que estima oportunos, extraidos de su inagotable arsenal. No se considera -dice- escritor (pero eso es en el sentido 'retórico' del término: nadie escribe más que él, y las introducciones y comentarios sobre sus propias obras no han sido superados por nadie). Elige un texto sencillo, tras numerosas lecturas: I Fioretti (Las Florecillas), ingenuas relaciones sobre la vida del santo, y Consideraciones sobre los estigmas, ambas obras anónimas de frailes franciscanos posteriores; otras fuentes de la Orden, especialmente las tres hagiografías de Fray Tomás de Celano (1200-c.1270) y la biografía del, aún hoy y por siempre, 'intelectual' de referencia del franciscanismo, San Buenaventura (1218-1274), llamado Doctor Seraficus, General de la Orden, Doctor de la Iglesia Católica, Cardenal (participó en la elección del papa Gregorio X), filósofo y teólogo, Catedrático de Filosofía y Teología en la Universidad de París. El compositor, claro está, también frecuentó la lectura de las plegarias propias de San Francisco (incluyendo el Cántico de las Criaturas o del hermano Sol). E, igualmente, incluye breves citas del Eclesiastés, los Evangelios, la Imitación de Cristo de Kempis, la Epístola a los Corintios de San Pablo, o la Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino (1225-1274), el Doctor Angelicus, de la Orden de Predicadores (dominicos), también Doctor de la Iglesia, filósofo y teólogo, el más influyente durante los siglos posteriores en las doctrinas de la Iglesia Católica, que detentó, casi en la misma época que San Buenaventura, otra cátedra en la Universidad de París.

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