Alemania
Grandeza y banalidad
Agustín Blanco Bazán

“Zum Raum wird hier die Zeit” (Aquí el espacio se hace tiempo). En la enigmática descripción de Gurnemanz que precede a la transformación del bosque en el templo del Grial reside la esencia interpretativa de la producción de Parsifal de Stephan Herheim de 2008, que este año baja de escena en Bayreuth.
Se trata de una puesta cuyo propósito fundamental es metaforizar la historia de la relación entre Bayreuth y Alemania a partir de la gestación de Parsifal hasta el presente. El Raum es el escenario del teatro de los Festivales, que en la concepción wagneriana no es un lugar para representar ficciones sino el espacio donde los mitos se hacen realidad. El tiempo o Zeit, es, siempre en la concepción de Herheim, Zeitgeist, o espíritu de los tiempos vividos desde la creación de una obra que Wagner concibió como un rito pseudo-religioso a representar solamente en el altar artístico de su teatro, con él como sumo sacerdote, según una aserción que se le atribuye: “Yo soy el espíritu de Alemania“ (Ich bin der Deutsche Geist!).
Inspirado en esta proclamación wagneriana, Herheim nos proyecta el paso del tiempo, a partir de un primer acto en el interior y el jardín de la villa Wahnfried que se transforma en una majestuosa evocación del decorado original bayreuthiano del templo del Grial. De allí salen los caballeros para ir a la primera guerra mundial, visualizada con sendas filmaciones en el ciclorama de fondo. Con el primer telón cae pues el Segundo Reich y en el segundo acto volvemos a ver a los caballeros, esta vez visualizados en un gran lazareto y curándose sus heridas mientras follan con las enfermeras, mientras Klingsor aparece como un travesti en tacones y medias de nylon. Estamos en el Berlin de los años locos y luego de un show cabaretístico de las niñas flores, ¿qué mejor que vestir a Kundry como Marlene Dietrich, agregándole unas alas azules para que nos acordemos de... sí, … el “ángel azul”. Luego de ser rechazada por Parsifal, Kundry llama a los nazis, que acuden con su consabido paso de oca mientras enormes esvásticas son desplegadas como estandartes antes que todo se desmorone en medio de las bombas. En el tercer acto, pasamos del jardín de la destruida Villa Wahnfried al mismísimo Bundestag, el actual Parlamento de Berlín. La escena es un prodigio, casi un milagro, de tecnología teatral. La cúpula de cristal que permite la entrada de la luz y a la vez refleja las deliberaciones de los caballeros del Grial, vira sobre su eje para transformase en un gran espejo con forma de globo terráqueo donde la audiencia se ve reflejada con el acompañamiento de los estáticos y contemplativos acordes que cierran la obra.
Una clave interpretativa para seguir el paso del tiempo son las representaciones aladas de los escudos en el centro superior del proscenio. El primero, el cisne alusivo a Lohengrin y Luis II de Baviera, cae muerto por la flecha de Parsifal para ser reemplazado por el águila prusiana, que a su vez da paso al águila nazi (con esvástica y todo) que cae estrepitosamente con el Reich de Klingsor. En el águila del Bundestag en el final reconocemos el emblema de la República Federal Alemana y, en los últimos acordes, el águila es finalmente reemplazada por la palomita luminosa de rigor en tiempos de Richard y Cósima.
¿Es éste un reconocimiento de lo que Bayreuth ha sido históricamente para los wagnerianos o una burla al estilo de Nietzche, que consideraba a Parsifal como una opereta? Los espectadores están libres de tomarlo como ellos quieran. Las aves de los escudos de armas sobre el proscenio se corresponden con las alas que en el primer acto llevan Gurnemanz y los caballeros, damas, escuderos, y hasta jóvenes reaccionarios de las famosas corporaciones estudiantiles que se agolpan en el primer acto. Como en un sueño alucinado de irrealidad que terminará con la primera guerra, todos ellos transitan como ángeles guillerminos, amos en una ilusión que Wagner ha creado con su Disneylandia bayreuthiana. Solo los marginados Parsifal, Kundry y Amfortas se mueven sin alas, salvo el detalle de que Marlene Kundry se pone unas alas para engañar y seducir a Parsifal en el segundo acto.
El próximo sábado 11 de agosto, los alemanes podrán ver en centenares de cines esta producción visualmente mágica que Herheim y sus asistentes han insistido en proclamar como emparentada con una miríada de gente que ellos conocen mejor que el espectador wagneriano medio: Meister Eckard, Hanna Arendt, Ingeborg Bachmann, Herman Bahr, Josephine Baker, Roland Barthes, Charles Baudelaire, Walter Benjamin, Houston Stewart Chamberlain, Carl Dahlhaus, Philip Graf zu Eulemburg-Hertefeld, Michel Foucault, Caspar Karl Friedrich, Franz Grillparzer, Eduard Hanslick, Max Hermann-Nolsse, Kazuo Ishiguro, Franz Kafka, Erich Kästner, Stephan Kunze, Sigmund Freud, Thomas Mann, Fritz Lang, Karl Marx, Walter Rathenau, Hans Mayer, Friedrich Nietzche, Hermann Raschning, Rainer Maria Rilke, Romain Roland, Friedrich Rückert, Igor Stravinsky, Paul Verlaine, Egon Voss, Nike Wagner, Oscar Wilde y, Theodor Adorno, Heiner Müller, Gustav le Bon, Johann Gottfried Herder, Ernst Mach, Hugo von Hoffmansthal, Gabriele d´Annunzio, Ria Classen y, por supuesto, los Kaiser del Segundo Reich y el Führer del Tercero.
Filosofía, historia y política aportan ideas sin duda espléndidas a esta épica interpretación de Parsifal, Wagner y Bayreuth. Sin embargo, semejante catarata de erudición aplasta frecuentemente la vida escénica con una retórica panfletaria y superficial donde hallazgos visuales alelan al público hasta el punto de impedirle desarrollar la introspección necesaria para explicar los conflictos humanos esenciales del mito de Parsifal. En esta puesta sin interiorización dramática, capaz de balancear la cambiante intensidad de iluminación y decorados, los personajes se mueven en constante pose y amaneramiento, sin humanizarse en las alternativas de compasión y erotismo que crea la esencia dramática de esta obra. Herheim termina siendo tan engañoso como Klingsor al esconder detrás de un jardín ideológico de cautivante atracción visual un páramo huérfano de genuina intensidad dramática. Esta deficiencia es especialmente notable en la desequilibrada interacción de personas que va de un barroquismo excesivo en el primer acto a lo excesivamente anémico y convencional en el tercero.
En la villa Wahnfried del comienzo, los alados arrastran sus plumas trabajosamente mientras presencian algunos acontecimientos confusos: ¿Es la madre de Parsifal o la de Wagner la que muere durante el preludio frente a ese niño vestido de marinero cuyo afán por los caballeros andantes se traiciona en su pequeño caballito de madera? ¿O tal vez las dos? Después de todo, Wagner, como Parsifal, no conoció a su padre. Pero, ¿por qué el joven Parsifal no mata solo un cisne sino también al niño jugando en una bañera? Pues bien, ¿no matamos nuestra propia infancia al evolucionar a la adultez? ¿Y heridos follando? ¿Por qué no? Los pobres sólo tienen a mano a sus enfermeras para canalizar su imaginación erótica. “¡Ach! He estado seis meses en el hospital sin haber tenido esa suerte!” me susurró suave e irónico el primer año de esta producción un colega, con típico acento vienés. Imposible evitar bromas como ésta, porque la visualización de ilusiones del subconsciente es una tarea teatral difícil que frecuentemente cae en lo intrusivo y lo banal.
Y pasemos ahora a la famosa cama, esa que domina el centro de la escena en los dos primeros actos. El año del estreno, los dramaturgos de la regie proporcionaron nuevamente una de esas explicaciones que comienzan con un “¿y por qué no?”. Después de todo, pasamos la mayoría de nuestro tiempo en cama. Es allí donde dormimos, morimos y hacemos el amor. No estoy seguro de que esta obviedad merezca ser remachada tan obsesivamente como lo hace Herheim. Siguiendo su visión, ¿no deberíamos poner camas en todas las obras de teatro y todas las óperas? ¿Y por qué no? Que también parimos o somos paridos en la cama es explicado por Herheim con la parición del niño que nace mientras Anfortas levanta el Grial.
La identificación de Wagner, Parsifal, el Grial y el engañoso Espiritu Alemán nacido en Bayreuth que se propone en esta producción es una magnífica percepción ideológica, pero la aparatosidad visual le impide funcionar bien teatralmente. Esta es una de esas puestas que no puede hablar por sí misma, sino que necesita muchas, pero muchas explicaciones, para ser comprendida. Los entronizados que hayan recibido una sesuda instrucción previa habrán podido gozar de algunos momentos indudablemente perceptivos. Por ejemplo, luego de despedir a Parsifal sobre el final del primer acto, Gurnemanz se da cuenta de que ha perdido sus alas. Con ello deja de ser cómplice de la elite manipuladora de esta religión del arte, para acceder a su condición de observador y testigo de la evolución del drama en el tercer acto. Y cuando Gurnemanz evoca la decisión de Titurel de construir el templo del Grial como lugar de adoración y plegaria, los caballeros y damas alados se acercan al borde del escenario mientras se prenden las luces del teatro. Al extender sus manos al auditorio, los alados nos informan de que el templo del Grial es la sala de los Festivales de Bayreuth. Es una idea interesante pero inevitablemente pueril en su realización, algo así como si nos estuvieran diciendo: “si, si, este es el templo del Grial, esta es la religión wagneriana de Richard y Cosima, y sí, ustedes son los acólitos. ¡Ya van a ver lo que les espera con esta “religión del arte!”
Similares obviedades infantilizan el segundo acto. La aparición de los nazis es precedida por el deambular de judíos con valijas y, de nuevo, tenemos aquí una de esas repetidas evocaciones del Holocausto de dudoso gusto: sobrevivientes de campos de concentración me han confesado que ellos ven una morbosidad inquietante en estos obsesivos intentos de mea culpa tan comunes en las representaciones wagnerianas en Alemania. “¡Las esvásticas vuelven a Bayreuth!”. Así chilló la prensa barata frente a la aparición de los famosos estandartes en ocasión del estreno. La banalidad es aquí supina, porque nada hay más banal en teatro que enrostrar ideas brutales literalmente, en lugar de insinuarlas. Lo obvio es, a veces, tan enemigo del buen teatro, como lo perfecto es enemigo de lo bueno. Un sacón de cuero, una bandera roja sin esvástica, o aún un simple gesto de autoritarismo hubieran bastado a Goetz Friedrich o Harry Kupfer para decir lo mismo con mayor sugestión. Herheim en cambio necesita judíos aterrados y un desfile de estandartes de las SS para metaforizar el segundo acto de Parsifal como el Bayreuth de Hitler. Más importante hubiera sido que se concentrara un poco en la interacción erótica de un Parsifal siempre bobo y en traje de marinero y una Kundry primero imitando malamente a la Dietrich y luego gesticulando como loca perdida cuando ve que Parsifal se le va.
En el tercer acto Parsifal se presenta como el guerrero medieval germánico que, en el primer acto, hemos visto en la gigantesca reproducción del óleo Germania con que Friedrich August von Kaulbach glorificó el espíritu guerrero alemán a comienzos de la guerra del 1914. Con aires de guerrero derrotado, Parsifal depone su espada y su escudo para observar la ruina de Wahnfried: ¡ésto es lo que queda de la ilusión de ángeles y demonios de los dos primeros actos!
Se trata del único gran momento en medio de una convencionalísima regie de personas donde Kundry, Parsifal y Gurnemanz cumplen sus rituales como zombies, moviendo sus brazos, inclinando sus cabezas bautizándose, etc. pero sin esas miradas y gestos austeros y precisos que en las buenas producciones lograr transferir al publico las contradictorias emociones que en esos momentos están experimentando estos tres personajes clave. Durante el interludio, un video proyecta la máscara mortuoria de Wagner, que a su vez desaparece detrás de una pared de ladrillos proyectada de la moqueta del teatro de los Festivales que el Parsifal niño ha comenzado a construir progresivamente sobre la casilla del apuntador en el primer acto: el teatro y Wahnfried, son finalmente acabados como el mausoleo detrás del cual desaparece Richard Wagner.
La puerilidad irrumpe nuevamente cuando sobre la pared se proyecta en versión original alemana el comunicado de Wieland y Wolfgang Wagner en 1951 pidiendo al publico abstenerse de manifestaciones políticas con el remanido comentario de Eva en Maestros Cantores “¡Aquí se trata de arte!” (Hier gilt's die Kunst!). Es la misma cita usada por Siegfried Wagner en 1924 para evitar que los nacionalistas cantaran o volvieran a cantar el himno alemán después de Maestros Cantores. Sólo que el comentario de Eva es irónico y descreído del efecto que el arte implica en quienes lo cultivan con el propósito de manipular la vida de una comunidad ciudadana. Herheim se apunta aquí un punto a favor frente a quienes pretenden usar la cita pretendiendo que el arte está por encima de la política. Para él, como para Eva, se trata de lo contrario.
Fue precisamente durante la música funeral de Titurel donde se notaron algunos defectos persistentes en la generalmente satisfactoria dirección orquestal de Philippe Jordan. La expresión lírica y la claridad de texturas y diferenciación de color no bastan para afirmar la tensión de momentos dramáticos como los interludios del primer y tercer acto, y, en una interpretación decididamente más lenta que la de su predecesor Daniele Gatti, faltó en Jordan la tensión necesaria en esas pausas e interjecciones orquestales correspondientes a cambios dramáticos decisivos. El preludio del segundo acto no consiguió la arrolladora articulación que saben imponerle un Barenboim o un Levine. El final del tercer acto fue en cambio de una pristina y conmovedora lucidez expresiva, en conjunción con el canto entregado y redondo de un coro de los Festivales que, como la orquesta, pareciera superarse a sí mismo año a año.
Entre los solistas, sólo el Klingsor de Thomas Jesatko alcanzó un nivel de excelencia similar con su voz oscura y poderosamente proyectada. Lo siguieron el Gurnemanz expresiva y calidamente articulado por Kwangchul Youn, y Detlev Roth, siempre un Amfortas de soberano apoyo vocal, vibrante color en sus frases de legato y expresiva proyección de un fraseo siempre convincente en su dolor y nihilismo. Menos articulación hubo en el Parsifal de Burkhard Fritz, quien sin embargo compensó su color algo monocromático con una sólida línea de canto. Como Marlene Kundry, Susan Mc.Lean volvió a combinar su decantada actuación cabaretística con una voz de buena calidad en el registro medio pero que cala y vibra peligrosamente en el passaggio y los agudos.
Sin duda alguna, el trabajo de Herheim ha marcado un nuevo hito en la historia de Bayreuth. Es la primera vez que un mito wagneriano es allí utilizado para confrontar al teatro de los festivales con su propia historia. Es de esperar que un DVD salga a la venta para que estudiosos e interesados en Wagner en general puedan entronizarse en una grandiosa visión de la problemática histórico política arraigada en la obra póstuma del compositor. Pero Parsifal no es solo de Alemania y para Alemania, y en este sentido cualquier DVD que documente la concepción de este noruego residente en Berlin deberá ser a su vez confrontado con otro DVD, que ya está a la venta. Se trata de la producción de Harry Kupfer para la Ópera Estatal de Berlin con dirección orquestal de Daniel Baremboin. En ella, Parsifal triunfa como lo hacen todos los mitos wagnerianos, a saber, como una exploración de dilemas humanos perennes y universales que van mucho maás allá de cualquier elucubración política.
Comentarios