Obituario

Ombres Doubles

Ramon Lazkano
viernes, 15 de enero de 2016
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 Una frase lacónica de Fabien Lévy resume una de las impresiones latentes de estos días: "hace tiempo que habíamos pasado la página Boulez, pero es él quien nos ha enseñado a pasarla". La extensión del homenaje, el infinito número de obituarios, las incontables fotos surgidas de los lugares más recónditos junto a los personajes más inesperados, dan idea de la ubicuidad del hombre, de la amplitud de su acción, de la globalidad que su actividad ha podido abrazar. Los compositores de las generaciones próximas a la suya, cuando no eran franceses, le han podido agradecer que, con su voluntad y su convicción, favoreciera el eco que obtuvo para su obra; mientras, sus compatriotas eran arrastrados en torbellinos contradictorios. Boulez opera una elipsis en Francia: entre Debussy-Ravel y él construye un vacío, el vacío de esa generación que era demasiado joven antes de la Segunda Guerra y demasiado vieja después de ella. Se salva, como de puntillas, el profesor, el mentor, Messiaen. La doble condición bouleziana de exiliado por un lado, cuya proyección y estima fuera de su país le otorgan una libertad de palabra y de acción determinantes, y de hombre institucional por el otro, infiltrado en las élites políticas y decisorias de su país, suscitan controversias, incomprensiones y rencores duraderos que no terminarán de cicatrizar. Durante veinte años Francia no quiso a Boulez, y durante otros veinte lo quiso tanto que, entre estos extremos, el dinamismo provocador e intransigente del creador se entrega con generosidad nada convencional a un proyecto implacable que muchos vivirán como una amenaza permanente.

 

Boulez se inscribe en doble siempre, como si esa apología de lo binario de sus años extremos, cuando reduce la acción del compositor a una operación electiva entre dos soluciones potenciales, fuera un imposible de naturaleza cuántica. El músico de formación matemática que es uno de los teóricos técnicos más rigurosos se refugia en la poesía para denominar a su obra (Mallarmé fue el poeta), y no en cualquier poesía: en la más alejada de la denotación, en la más conceptual; en suma, en la más secreta y menos tangible. Al fin y al cabo, y a pesar de los malentendidos que mantuvieron entre ellos, no puede sorprendernos que a Boulez y Heidegger solo los separe, o los una, René Char; no puede sorprendernos que el señor de la herramienta exclame en su música que el martillo no tiene dueño y la aboque al ritual y al responso. No puede sorprendernos tampoco que, el hombre que quiso poner bombas en las óperas, soñara con una, mano a mano con Beckett, con Genet, con Müller. No podía ser: la ópera de Boulez solo iría pliegue a pliegue en severas construcciones improvisadas de vigilada libertad. Su refugio fueron las que pudo dirigir, algunas una sola vez como Tristán, o a las que no llegó, como Boris.

 

Ninguno de nosotros ha sido inmune a Boulez. A algunos, su presencia nos ha acompañado durante toda nuestra vida: de realidad inasible en los libros de texto a la presencia sosegada y sonriente de su saludo personal, el prisma bouleziano ha ido tomando forma a través de visiones contradictorias y de polémicas sulfurosas, de frágiles dominios y de incisos indelebles. Boulez ha sido dual en su vida, entre la privada incógnita y la pública expuesta, y en su caracter, reputado duro e intratable y sin embargo acogedor y afectuoso. Lo más inesperado en este espíritu joven, siempre provocador y nunca consensual, en esta mente siempre abierta y nunca declinante, ha sido el verlo alcanzado por los años. Hemos podido leer que Boulez dirigió a partir de los años 80 músicas de generaciones más recientes que no llegaba a entender: quizás la música que compuso, a medida que se desfasaba de los cambios de su época generando un estilizado anacronismo o un clasicismo magistral -según lo queramos apreciar-, solo pertenece a la cronología interior de Boulez, pero su tiempo vital se vuelca en las músicas de compositores cada vez más jóvenes según él avanza en edad, como si en ellas buscara la imposible confirmación de lo que todavía podría inventar. Nosotros habremos pasado la página de Boulez, pero él nunca pasó la nuestra, la página que veía por delante este hombre que, huyendo del horror de los recuerdos y fascinado por la promesa del progreso, dirigió siempre su mirada creadora hacia lo por venir.

 

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