España - Madrid
¿Amores que matan o algo peor?
Jorge Binaghi
Desde las tres veces que vi la recordada producción de Wernicke en La Monnaie de Bruselas no había vuelto a tener el privilegio de ver -porque hay que verla esta ópera- el maravilloso título de Cavalli. Esta exhumación que ofrece el Real demuestra que, si se hace con criterio, vale mil veces más la pena que uno de esos títulos -maravillosos- del repertorio que se repiten hasta el cansancio y pocas veces en condiciones que permitan recordar por qué son obras maestras aunque el autor o el título sirvan siempre de reclamo. Aquí, en las dos funciones que pude ver (23 y 24 de marzo), hubo mucha afluencia de público, gran interés, ningún móvil inoportuno, y apenas alguna butaca vacía tras la única pausa. El mérito es doble por haber conseguido reunir dos repartos donde, si hubo algún punto más flojo, el conjunto fue de gran nivel y no sólo de eficiencia. No hubo rutina y los cantantes se dejaron -algunos literalmente, como la protagonista- la piel en la empresa.
Antes de proseguir, y sin contar el argumento que sigue al relato de la conversión en osa de la ninfa Calisto por parte de la enfurecida Juno en las Metamorfosis de Ovidio, repetiré lo que escribí hace -¡ya!-diez años, la última de las veces aludidas: “Los tres niveles, divino (dioses), humano (ninfas y pastores) y natural (faunos) interactúan y producen alteraciones profundas cuando interactúan saliéndose de su esfera propia. Nada de moralina en esto, pero es claro que los amores ilícitos de un Júpiter terminan siempre mal (sobre todo para su ocasional amante), que lo natural debe quedar en el plano natural de sexo desenfrenado y animal, y que incluso cuando el amor no es ‘ilegal’, es irrealizable entre hombre y deidad (por más que le pese a la casta a la fuerza Diana)” Típico tema del barroco tomado en préstamo a la mitología grecolatina sobre amores difíciles, monstruosos o imposibles -o las tres cosas juntas- entre dioses de toda clase (primera y segunda, como aquí) y mortales que son quienes pagan al final los platos rotos. La transformación de la ninfa Calisto en la Osa Mayor (y su hijo en la Osa Menor) es un ‘exemplum’ típico ya que la podemos ver aún hoy en el cielo, quizás porque, aunque cambien tiempos, personajes y costumbres, los humanos -incluso los humanoides, replicantes o robots actuales o futuros- sucumbimos al amor, atraídos por fuerzas opuestas que terminan destrozándonos. Si esto se cruza con la relación forzadamente ‘pura’ -no tanto en la presente versión- entre Diana cazadora y virgen y el pastor Endimión, los escarceos eróticos de la ninfa Linfea (aquí más bien madura) y el joven sátiro, y los bramidos y venganzas del desairado Pan y la despechada Juno, tenemos los mimbres de un buen jaleo, muy largo y muy divertido aunque termine como el rosario de la aurora, y esa osa que al final queda dando vueltas sola tras el ‘consuelo’ de contemplar su futura gloria, que tendrá que esperar, de un pesimismo total, no sin connotaciones morales en una obra de las más licenciosas que se conozcan en el barroco veneciano.
El espectáculo de Alden es muy distinto de aquel maravilloso de Wernicke (en el sentido del ‘asombro’ barroco). El director hace honor a la tradición del musical en su vertiente cinematográfica y teatral y comenzamos en una especie de bar para hipsters con el alegórico nombre de ‘L’Empireo’ y unas proyecciones de una cumbre nevada -el Olimpo- a la que sólo le faltan las estrellas alrededor para pensar que asistimos a un film Paramount. Los vestuarios entre kitsch y fastuoso (ahí es nada los pavos reales de Juno o los animales que aparecen junto a los dioses rústicos o un Silvano-centauro, más un verde animalejo que hace de mesa rodante de bebidas), los decorados sencillos y móviles entre irónicos y deslumbrantes (las luces del mencionado bar pueden ser enceguecedoras; el botellón de agua puede representar la necesidad de agua tras el incendio del planeta Tierra), los pasos de baile de ‘ninfas’ e incluso dioses (hay claqué de Mercurio y Júpiter y un paso a tres con la ninfa Calisto, todo en el primer acto, que son un remoto homenaje a los ‘triplets’ del famoso film de Minnelli The band wagon) refuerzan la impresión, dan agilidad, buscan complicidad con el espectador y una ironía que en algunos momentos se vuelve desgarradora, como el final antes mencionado.
Bolton dirigió la orquesta especializada, el ensemble del que forma parte y las dos trompetas de la orquesta del Teatro como si hubieran tocado siempre juntos. Conoce la época, el estilo, concierta estupendamente (también con el escenario) y se notan su brío y su entrega (un par de funciones del ciclo las dirigió Christopher Moulds, a quien no vi).
Pero todo hubiera quedado por la mitad del camino, o en buenas intenciones y poco más, si no se hubiera procurado armar no uno sino dos elencos de parecido o igual nivel, y que por encima de prestaciones individuales de mayor o menor enjundia lograran la cohesión de un equipo. El milagro se consiguió y en ambos casos. Mérito enorme. Se pueden preferir o señalar nombres de mayor o menor interés, pero ninguno lo hizo mal ni regular siquiera, ni correcto y punto. Sabían el texto, se entendía bastante sin leer los títulos, se movían con naturalidad (de esa que cuesta trabajo conseguir) y cantaron bien, o muy bien, con mayor o menor ajuste al estilo, con mejor o peor calidad de voz. El aplauso del nutrido público fue más que merecido.
Los únicos que no cambiaron fueron el Silvano del sonoro Mastroni y el Satirino (además de una Furia y la Naturaleza en el prólogo) de Visse, una institución en el canto barroco, cuya voz nunca fue un dechado y hoy acusa el paso del tiempo, pero no su impagable actuación, su sentido de lo cómico y su conocimiento del estilo. Hay protagonistas y coprotagonistas, pero todos tienen bastante o mucho que cantar y muchísimo por hacer.
Las dos Calisto tuvieron parecido nivel aunque Alder pareció de timbre más brillante e incisivo que Devin, cuya figura era incluso más estilizada. Giove o Júpiter es para un bajo, y en ese aspecto Tittoto contaba con la superioridad de un timbre espléndido. Schwaiger, mucho más joven, apuesto y movedizo, es un barítono claro y tenía el inconveniente de las notas graves. Ambos renunciaron al falsete al hacerse pasar por Diana y coordinaron sus labios mientras la intérprete de la diosa cantaba entre bambalinas. Fuera Bacelli o Iervolino, ambas se lucieron. La primera es una especialista del barroco y sus notas filadas recuerdan por qué Abbado, pese a ser una mezzo, la elegía para el solo de la Cuarta sinfonía de Mahler (aunque a mí nunca me pareciera sensato). La segunda exhibe mayor opulencia en volumen y color, pero como actriz es más afectada y estilísticamente está más cerca de Rossini; muy bien ambas como Destino y Furia.
Endimión en muchos momentos compite con Calisto por el protagonismo. En el primer reparto Tim Mead fue un dechado de perfección y de belleza tímbrica, y dentro de la marcación de Alden (el puro pastor tiene sueños eróticos y se hace masturbar por la diosa que lo contempla dormido) cumplió con gracia y reserva. Sabata, que tiene un timbre mucho menos fascinante y está acostumbrado a hacer valer su personalidad y dinamismo, fue mucho más emprendedor en los momentos sexuales y cantó bien. Mercurio es un rol falsamente fácil (recordemos que hace casi un cuarto de siglo era un rol que interpretaba -literalmente volando- un jovencito llamado Keenlyside): Borchev tiene menos voz y menos bella y se movió con más cautela; Quiza quiso hacer oír permanentemente la suya y lo consiguió, y fue más ‘contorsionista’ (en general hubo en el segundo ejemplo una tendencia a enfatizar por no decir exagerar la nota). Gauvin tuvo que luchar con algunas notas y fue más monocorde y matronal que Kelly (una mezzo más definida y menos plácida); muy correctas las dos como Eternidad. Ed Lyon tiene una voz de tenor privilegiada y fue un muy buen Pan, en tanto que Sancho, de color menos interesante pero excelente formación y dicción, se mostró más entregado.
Aparte de los actores, bailarines y comparsas he dejado para el final a Linfea, que aquí se parece más a las ancianas nodrizas monteverdianas que a una ninfa joven o en la primera madurez. Es un rol travestido para tenor característico y estuvo confiado a un especialista de ya largo recorrido como Guy De Mey en el primer reparto, y al más sobresaliente de los característicos españoles, Francisco Vas, en el segundo. El mejor elogio es que no tiene sentido decir quién estuvo mejor porque resultaron por lo menos equivalentes. Y es gracias a este tipo de cantantes y no a las superestrellas o a las primeras espadas especialistas a quienes la ópera, y en particular las de este período, debe finalmente su supervivencia.
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