España - Cataluña
Amor y sexo, poder y política
Jorge Binaghi

¡Qué lección la de estas lecciones! El estreno en España (inmediatamente seguirá al Real de Madrid) y a tan alto nivel es una muy muy buena noticia, y sigue a la anterior (en versión semiescenificada, lamentablemente) de Written on the skin y a la más lejana de Into the little hill, lo que hace que el Liceu tenga en su haber las tres óperas escritas por Benjamin-Crimp que llevan todas las trazas de seguir a las parejas de escritores de música y textos (a Crimp parece sentarle mal lo de libretista) más famosas y mejor avenidas de la historia de la ópera.
Otra muy muy buena noticia es que el teatro estaba lleno (en la medida de lo permitido), que la atención fue constante (vi solo a dos personas huir durante la representación sin pausas de hora y media de duración) y sobre todo los aplausos al final fueron fuertes y plenamente convencidos. Si todas las óperas actuales fueran de este nivel probablemente dejaríamos de empacharnos de mediocres representaciones de los grandes títulos (no porque estos hayan perdido vigencia, sino porque sería más difícil programarlos de cualquier forma para salir del paso). Y, claro, del mismo nivel de ejecución y, en este caso, de presentación escénica.
Como a mí me ha llegado cuando tengo muy reciente las atrocidades estúpidas cometidas con Aida en París me resulta aún más evidente que un título moderno sobre tema ‘antiguo’ admita e incluso reclame un espectáculo ‘ambiguo’, pero predominantemente moderno con ese espacio único claustrofóbico (la música lo es también, con su predominio de la percusión, y una orquesta que obligó a retirar las butacas de las primeras filas de platea) lujoso y frío, con un lecho omnipresente y la reproducción de un cuadro (¿o eran más?) de Francis Bacon con toda su brutalidad, que va cambiando de enfoque, y que puede representar varios ambientes aunque siempre ‘adentro’.
También hay presentes dos niños (él mayor, ella más pequeña) a los que se supone que van dirigidas estas lecciones que al final parecen haber aprendido más que bien (no es necesariamente una cosa buena en sí misma) y, en la mayor parte de escenas, unos personajes mudos o casi que representan a un pueblo reducido a la miseria, a cortesanos siempre dispuestos a seguir al que lleva la batuta, o a esbirros que golpean, aprisionan, asesinan. Todo con vestuario elegantísimo de las grandes ocasiones actuales, y quien quiera entender que entienda…
La base es la famosa historia -por la obra de Marlowe, de la que Lluís Pasqual ha hecho montajes formidables (yo tuve la suerte de verla en el teatro Cervantes de Buenos Aires hace ya tiempo)- del rey Eduardo II de Inglaterra, que hace recordar a ese otro Plantagenet mal rey pero figura humanísima, Ricardo II, en la visión de Shakespeare (gracias, Derek Jacobi por una velada estremecedora también hace años en Londres) y en lo que Jan Kott llamaba ‘el mecanismo del poder’ que podía explicar no ‘científicamente’ la guerra de las dos rosas y los desastres del mal gobierno en esa isla orgullosa que hoy parece tan ufana de su Brexit.
Por supuesto que Marlowe tomaba de la historia conocida lo que le servía y dejaba lo que no, y lo mismo pasa aquí porque la fidelidad al texto del gran isabelino (y a lo que se supone fue la historia ‘verdadera’ -siempre de tomar con pinzas) no es en absoluto total. La obra, que recurre también al teatro en el teatro tan caro a Shakespeare (de hecho en estas escenas, y en especial la primera, el recuerdo de Hamlet está bien presente), termina como termina (no diré cómo, no tanto por no hacer de ‘spoiler’ sino para que quien tenga curiosidad se anime, si no a ir a una representación, a ver el dvd que el Covent Garden hizo en el momento del estreno absoluto de la ópera) y sí puedo decir que corresponde al adagio ‘a rey muerto rey puesto’.
La música puede ser disonante (no olvidar que Benjamin fue alumno egregio de Messiaen -del que no comparte por fortuna las dimensiones ni la exasperación- y no muy convencido de Boulez), pero está bien escrita para las voces, a las que la orquesta no persigue ni se le solicitan cosas absurdas aunque sí difíciles. El inglés es muy inteligible (no cada palabra obviamente, aunque en el caso de Degout y Hoare se aproxima mucho a eso) y eso habla bien del compositor.
La orquesta tiene sus interludios (no muy largos pero potentes y funcionales al drama), cumple fantásticamente su función (seguramente el frecuente contacto de Pons con la música de Benjamin -no sólo lírica- tiene algo o mucho que ver) y sobre todo mantiene todo el tiempo una tensión que si en algunas escenas es sobre todo insinuada o latente en el foso se percibe claramente.
Tuvimos un reparto muy parecido al del estreno (como se sabe, Benjamin -y en eso es un óptimo compositor de ópera- escribe para las voces que sabe que cantarán la obra, al menos al principio). Aunque sobre todo faltó Barbara Hannigan, Jarman lo hizo muy bien y no es la primera vez que canta y actúa soberanamente un papel de tesitura difícil (en realidad no hay ninguno que no lo sea, pero en su caso, donde refleja los sentimientos encontrados de la reina, y su creciente paso a la ‘oscuridad’, se nota algo más aún).
Hoare repitió finalmente (William Burden no pudo venir, y me hubiera gustado ver cómo ese excelente tenor resolvía esto) su tremendo Mortimer, el guardián de las ‘esencias’ del poder y del Estado, que casi nunca es totalmente repugnante.
Los personajes episódicos secundarios estuvieron bien representados y cantados por Gemma Coma-Alabert, Isabella Gaudí (que tiene una parte agudísima que cantar) y Toni Marsol.
Así como es raro tener en un fiel representante de la razón de estado a un tenor, es más que dos barítonos sean el rey (nunca se le da el nombre) y su favorito-amante Gaveston: Degout se mueve como un pez en el agua y su voz es probablemente la más bella de todas y su canto lleno de matices (su pregunta repetida: ‘how will I die?’ en su escena final es sobrecogedora por cómo está escrita, pero también por cómo la dice). Okulitch en un personaje quizás el más enigmático de todos (no es él quien vuelve tras su asesinato, pero también es él), que él sí debuta, está muy bien.
Y quedan los espectadores-alumnos: los hijos de los reyes. La niña, el más curioso, es una jovencísima actriz (la misma del estreno, y se entiende porque el personaje es de difícil composición) que logra que los ojos se desvíen hacia ella (su cambio en la escena final es aún mayor que el de su hermano). Este que está descrito como ‘child/Young King’ aunque es el mismo también está extraordinariamente cantado y actuado por Boden. Podría haber sido un rol para contratenor (como le fue impuesto por Foccroulle para Written on the skin), pero de momento parece que a Benjamin no le han quedado ganas de repetir y se ha inclinado por un tenor (que además replica la tesitura de Mortimer, de modo que estamos en un empate masculino y una sola voz femenina a la que sólo responde en su ‘contraparte’ el silencio).
Espero poder volver a apreciarla muy pronto porque seguro que se me han escapado muchas cosas. Y mientras tanto la pregunta queda flotando: ¿El amor puede/debe tener límites? ¿El poder (esa corona obsesivamente presente que pasa de mano en mano) y la razón de estado (lo escribo a propósito con minúscula, pero quizá no debería) deben prevalecer en todos los casos, en especial para la clase dirigente? ¿Y ese poder, qué límites tiene o a qué aboca? La lección puede ser clara y aprenderse bien, pero el resultado no es seguro que sea bueno … para nadie ….
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