Italia
Reina sin arrugas, aunque en medio del agua
Jorge Binaghi
Observo con pavor que hace ya trece años que he visto por última vez esta ópera fundamental, no sólo en la carrera de Rossini sino en la historia de la ópera italiana. Como no quiero repetir de nuevo cosas dichas antes ni otras mejor expuestas en otra sede, remito a la crítica de la última grabación publicada aquí mismo por Raúl González Arévalo. Sólo debo agregar que aunque hace trece años todavía estaba de acuerdo con Massimo Mila en aquello de que ‘la regina mostra le rughe’ en su famosa crítica de la exhumación en la Scala con Sutherland y Simionato (con notables cortes, necesarios entonces), ésta es la primera vez que, escuchada en su integralidad, me convence como nunca y más que cuando sostenía que los cortes eran necesarios porque la obra se alargaba mucho. Es cierto que es muy larga, cierto tal vez que puede practicarse algún corte (yo sería drástico en tal caso y suprimiría toda la parte del tenor, cosa que obviamente no ocurrirá porque ya en el estreno había que escribir algo importante para un tenor, pero Idreno es el único personaje realmente prescindible de la trama), pero cuando se la hace como se la hizo aquí adquiere su verdadera dimensión y el cansancio desaparece. Puede notarse en algún momento, pero las cuatro horas pasan rápido. Mucho más que otras obras de duración mayor y más lánguidas o con desmayos y altibajos pero que llevan la firma de compositores hoy presuntamente intocables.
O sea que ésta es la versión más equilibrada de las que he visto (en la última y anteriores hubo quizás algún rol mejor cubierto o con más brillo, pero ninguna donde haya habido tanta sintonía entre los cuatro principales, y no sólo).
Tan estúpida me había parecido la puesta en escena que vi en Barcelona (creo que procedente de Pesaro), que no recordaba haber visto la ópera en versión escénica (la memoria es a veces piadosa). Pero La Fenice que albergó su estreno tiene desde siempre una particular relación con Semiramide (fue algo emocionante ver exhibida la partitura autógrafa del año 1824 autenticada de puño y letra del compositor). En todo caso, y pese a algunos reproches y a algunos momentos mejores y otros menos logrados, esta producción es mucho más razonable, comprensible, intenta trabajar con los personajes y mover con sentido al coro y figurantes.
Por una vez sabemos que la reina es de armas tomar no por lo que nos dicen sino por lo que hace (y de paso entendemos lo que de ella dice Virgilio a Dante en el círculo de los lujuriosos del canto quinto de su Inferno). Probablemente se haya intentado hacer algo con Idreno que no funciona mucho porque no sabemos si este eterno suspirante es un muchacho atontado o qué. Y el aria del segundo acto produce una contradicción entre el texto y lo que se ve (algo así como un ejemplo de maltrato de la pobre Azema, que al parecer se queda con tres palmos de narices). Tampoco algunos dorados de los trajes parecen conseguidos (no se hubiera atrevido Cecil B. De Mille en una de sus recreaciones colosales ni ningún modesto imitador de los ‘peplum’ -habría que decir ‘pepla’- italianos y/o europeos). En general funciona mejor la atmósfera sombría y oscura del segundo acto porque ‘es’ así.
Frizza volvía a dirigir a una muy buena orquesta de la Fenice (de índole tradicional, que yo prefiero en este caso), mucho mejor que hace trece años, con tiempos vivaces ya desde la gran obertura, y tal vez sólo se le pueda reprochar (no al punto del abucheo irracional) un uso extremo de la dinámica en varios pasajes sin tener muy en cuenta las necesidades del escenario. También el coro tuvo una muy buena actuación (también a veces algo fuerte en exceso en el sector masculino) tanto en lo vocal como en lo escénico.
Y claro, sin cantantes no hay Rossini que funcione. También me remito a la crítica de G. Arévalo para el problema de la decisión sobre el tipo de soprano protagonista. Los papeles de la Colbran son bastante enigmáticos y admiten soluciones opuestas, desde una Falcon, una mezzo aguda, o, lo que más ha pesado en la tradición (sobre todo por la interpretación de su gran aria de salida) una soprano de coloratura (en general líricoligera, aunque lo que parece haberle sentado mejor es alguien como Sutherland -italiano aparte- u hoy Meade por la consistencia de centro y grave, además de la ineludible necesidad de un canto virtuoso aunque haya agudos, sobreagudos, ‘messe di voce’, trinos, y un largo etcétera, variaciones comprendidas, interpolados). Pratt es una magnífica cantante aunque su centro y grave son más bien débiles, pero los resuelve sin forzar, y se esfuerza en dotar de interés a los recitativos (no lo consigue siempre, pero el esfuerzo es loable). Como hacen todas las coloraturas, resuelve el papel en la zona alta y ahí, aparte de su buen italiano, no caben más que elogios por lo fácil que hace aparecer lo difícil, y algunas variaciones son bien difíciles. Es, además, la vez en que la he visto más implicada en la acción escénica.
Iervolino es sin duda demasiado femenina para Arsace, y la voz es más bien clara, con graves algo sordos. Pero cumple más que bien y especialmente en el segundo acto roza lo espectacular. Sus duetos con la soprano y el bajo fueron admirables.
Scala es un muy buen cantante de agudo segurísimo y timbre no demasiado bello ni personal (aquí importa menos, y además el día de marras estuvo a punto de anunciar que no se encontraba en su mejor forma, de modo que hay que agradecerle que no haya cancelado) y un tanto elemental en el movimiento escénico (y este montaje no lo ayudó): fue muy aplaudido y merecidamente en sus dos arias.
Una vez dicho que Enrico Iviglia (Mitrane) estuvo discreto y Marta Mori (Azema podría haber tenido algo más para demostrar por qué era tan codiciada, además de por el poder que su mano otorgaba) correcta, son de destacar el bajo que cantaba desde bambalinas la voz de Nino (Francesco Milanese), doblado por un bailarín-actor notable que daba mucha intensidad a la acción cada vez que aparecía, y el más importante que -sin aria, pero con muchos recitativos e intervenciones de peso- encarnaba a Oroe, Lim, de voz timbrada y profunda aunque con alguna tendencia a calar los finales de los recitativos.
Pero para bajo, Esposito. Incluido Abdrazakov (que últimamente la canta de forma esporádica) se trata del mejor intérprete, hoy, del malvadísimo y pérfido Assur. Domina la tesitura en toda su extensión, carece de problema en las agilidades y los fiatos, tiene un legato excepcional, un color bello, una dicción nítida e intensa, y es un actor natural (tanto, que por un incidente en los ensayos tuvo que utilizar bastón y lo hizo de modo que le sirvió para caracterizar aún más a su personaje y sin que se notara que no había estado previsto en el planteo original de la dirección de escena). Por supuesto que culminó en su gran escena de la locura, pero ya desde el vamos, y en los más sencillos recitativos, que dijo con notabilísima intención, fue la figura más completa de la velada. Espero que alguna vez podamos oírlo en España porque alguien que frecuenta Londres, París, Bruselas y Berlín, además de Italia y algunos países más o menos exóticos, parece que increíble que no haya debutado (creo, al menos) en la península ibérica.
Todo lo que antecede mereció correr el riesgo de quedar aislado en Venecia tras la función porque el agua, que había comenzado a subir antes, se convirtió a la noche y día siguiente en la temida ‘acqua alta’ que desde hacía diez años no había tenido una intensidad semejante. Pero como se sabe el cambio climático es una invención de mentes asustadas, interesadas, radicales, comunistas, y por suerte tenemos ahora también un Bolsonaro en Brasil que va arreglar definitivamente el problema de la Amazonía…
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