Alemania
El elegante intimismo del primer Eugene Onegin
Juan Carlos Tellechea

Con gran acierto y estruendosas ovaciones del público, de pie durante largos y largos minutos, fue estrenada en la pequeña sala de teatro de cámara del Musiktheater im Revier de Gelsenkirchen una nueva producción de la ópera Eugen Onegin, tal como la concibiera originalmente Piotr Chaicovski en 1878 para un grupo de estudiantes del Conservatorio de Moscú.
En esta nueva producción de dos horas y media de duración, dirigida por Rahel Thiel, sobre una versión de André Kassel para 11 músicos (puntillosamente dirigidos por el australiano Thomas Rimes), el recinto supo capturar perfecta y convincentemente la intimidad de esas Escenas líricas en tres actos, como subtitulara entonces la obra el compositor ruso.
Incluso su música se queda en esa entrañable y sobria interioridad, prescindiendo del esplendor espectacular que alcanzó esta pieza, tras sus estrenos públicos sucesivos (Bolshoi, en 1881, y Mariinski, en 1884) que la catapultaron en pocas décadas a lo que es hoy en día, una gran ópera del repertorio lírico internacional.
Una rampa que atraviesa el recinto y que une el escenario con la primera fila de la platea alta, hace que el público se vea integrado en la tensa acción y se tornen más patentes aún tanto la cercanía como la enorme fuerza de los actores y del coro (éste, sobresalientemente preparado por Alexander Eberle).
El tiempo transcurre de forma lenta en la finca de los Larin (la viuda y propietaria, estupenda la soprano japonesa Noriko Ogawa-Yatake) en medio de un tupido bosque de abedules (escenografía Dieter Richter; iluminación Patrick Fuchs; vestuario Renée Listerdal). El hábito nos lo da el cielo como un sustituto de la felicidad, canta Larina en lo que parece un intento por atenuar de alguna forma el tedio de la vida en el campo. Las voces femeninas sin excepción, incluida la mezzosoprano Almuth Herbst (el aya Filipievna), suenan muy ricas y cálidas.
En un intento por evadirse de su monótona vida cotidiana, la ingenua Tatiana (brillante, la joven soprano alemana Bele Kumberger) sueña con los románticos mundos de sus novelas. Por el contrario, su hermana, Olga (dulce y tierna, la novel mezzosoprano alemana Lina Hoffmann), más pragmática que ella, ha comprendido de entrada el mecanismo de la vida y se ha comprometido con el poeta Lenski (maravilloso, fascinante con sus fraseos el joven tenor sudafricano Khanyiso Gwenxane).
Cuando un buen día Lenski presenta a la familia Larin a su amigo, el vividor y trotamundos Eugen Onegin (en muy buena forma, sobre todo al final, el barítono polaco Piotr Prochera), Tatiana se enamora perdidamente de él y cree haber encontrado al hombre de sus sueños. Ella le escribe una carta en la que le confiesa su amor, pero Onegin la rechaza con arrogancia.
El libreto sigue muy estrechamente el original de Alexander Pushkin y conserva gran parte de su poesía, a la que Chaicovski no solo le añade música con grandes efectos dramáticos, sino que concibe también una peculiar interacción psicológica entre los cuatro personajes principales; es decir, en definitiva, toma mucho más en serio que el novelista el devenir de sus existencias. Solo que aquí, al contrario que en el libro, es Tatiana quien desempeña el papel protagónico.
Chaicovski comienza la composición con la escena de la carta. Se escucha formalmente cómo cambian los estados de ánimo de la chica, cómo titubea, desesperada, como sigue escribiendo de forma obsesiva y se aferra extáticamente a un amor imposible, a un amor de novela. Así, por ejemplo, cuando le escribe alternativamente con un tratamiento distanciado de Usted y, de pronto, con un tuteo que trasunta su desconsuelo (Ah, déjame morir, pero primero...).
Tras la fiesta de cumpleaños y onomástica de Tatiana y antes del duelo caballeresco con Onegin en el que morirá de un tiro de pistola, Lenski ( Khanyiso Gwenxane) interpreta vibrantemente y con gran entrega el aria (Kudá, kudá vy udalilis) que embarga de profundo dolor a la platea. El egoista héroe de esta historia vive lo suficiente como para lamentar en lo más recóndito de su ser el displicente rechazo al amor de Tatiana y su negligente incitación a este acto de barbarie en el que perece su mejor amigo.
Los espectadores recorren con Tatiana su calvario hasta que se convierte en la esposa fiel del príncipe Gremin (con densa, profunda y majestuosa voz, el bajo Michael Heine), después de tanto sufrimiento por aquella pasión no correspondida. Rahel Thiel, una directora relativamente joven, nacida en Leipzig y formada en Hamburgo y Viena, se abstiene de fragmentar la pieza para presentar en sendos actos a cada uno de los personajes y elige un enfoque convencional de suspense que agrada mucho a la sala (con cabida para 300 personas).
A las figuras secundarias (el capitán; Zaretzki el amigo de Lenski; y Monsieur Guillot), interpretadas respectivamente por el joven bajo surcoreano John Lim (por partida doble) y el figurante Moritz Welsing, les da asimismo un perfil mas bajo. Empero al tutor francés Triquet, le asigna un rol cómico, no previsto así en el original, que cumple a las mil maravillas el tenor Tobias Glagau.
André Kassel, nacido en Berlín y educado en el conservatorio Hanns Eisler de la capital alemana, es maestro repetidor del legendario Deutsches Nationaltheater de Weimar (el mismo que dirigiera Johann Wolfgang von Goethe y en el que trabajara asimismo Friedrich Schiller entre los siglos XVIII y XIX) y pianista de la Staatskapelle Weimar (la orquesta más antigua, aún activa, de Alemania, fundada en 1491).
Su versión de cámara para 11 músicos, incluidos la pianista japonesa Utako Washio y el acordeonista austríaco Marko Kassl, fue toda una grata sorpresa, aunque reclamara en algunas escenas el rico sonido de una orquesta de mayor tamaño (verbigracia el célebre vals del baile con cotillón). Sin embargo, en los pasajes más líricos, el tono esbelto, elegante e íntimo, alimentado especialmente por las febriles secuencias del acordeón, le daban mucha emoción a esta intriga en su grafía original. La simbiosis con la profundidad y la melancolía del alma rusa, exploradas a fondo por Thiel, fue como un retorno perfecto y sugerente al germen que inspirara a Chaicovski a crear esta bella ópera.
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