Suiza

Lucernefestival 2022

El paraíso secular

Alfredo López-Vivié Palencia
lunes, 12 de septiembre de 2022
Esa-Pekka Salonen con la Wiener Philharmoniker © 2022 by Peter Fischli / Lucerne Festival Esa-Pekka Salonen con la Wiener Philharmoniker © 2022 by Peter Fischli / Lucerne Festival
Lucerna, martes, 6 de septiembre de 2022. KKL Konzertsaal. Bertrand Chamayou, piano; Cécile Lartigau, ondas Martenot. Wiener Philharmoniker. Esa-Pekka Salonen, director. Olivier Messiaen: Sinfonía Turangalȋla. Festival de Verano de Lucerna. Ocupación: 95%
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Hay quien considera que la Filarmónica de Viena es un museo de la música, encargado de conservar las esencias del canon centroeuropeo. Quien así piensa tiene su parte de razón. Aunque si en este verano han puesto en atriles la Sinfonía Turangalȋla, está claro que no se debe únicamente a la voluntad de Esa-Pekka Salonen; de hecho, leo en el programa de mano que fue la propia Filarmónica de Viena quien trajo por primera vez esta obra al Festival de Lucerna en el año 2000, con Zubin Mehta a la batuta. En todo caso, pude observar a lo largo del concierto muchas caras de satisfacción entre unos músicos que habitualmente se muestran hieráticos.

En 2008 escuché aquí mismo mi primera Turangalȋla con Mariss Jansons y la Orquesta del Concertgebouw. Escuché y vi, porque esta obra además de escucharla es necesario verla (y a ser posible en una sala como ésta, en cuya maravillosa acústica caben todos los sonidos imaginables). Jamás olvidaré el cúmulo de sensaciones que aquello me provocó, y que esta noche se han renovado. Aunque de manera distinta, porque si Jansons dio entonces primacía al color –nadie como él pintaba la música, ésta y cualquier otra-, hoy Salonen prefiere resaltar la tímbrica. Y la percusión: qué espectáculo para la vista las operaciones del batallón de artillería que prescribe la partitura, y cómo retumban sus cañonazos en el interior de uno.

Salonen (Helsinki, 1958) es un director de gesto muy sencillo pero muy eficaz. No se mueve mucho (tal vez por eso mantiene a su edad un aspecto que sólo puede obedecer a un pacto con el diablo), pero consigue lo que quiere. Y lo que quiere es dar una interpretación de esta obra inmensa que mire más allá de la felicidad de la posguerra: su versión fue seca, cruda, mucho más descarnada en los momentos amenazadores (el recurrente motivo de “la estatua” sale verdaderamente aterrador), y mucho menos amable en los momentos tiernos (el “jardín del sueño de amor” es un jardín cubierto de escarcha). Ciertamente, Salonen tiene en cuenta que ésta es una de las pocas obras de Messiaen en las que su profundo catolicismo no juega ningún papel; pero logra que durante casi hora y media el público –y los músicos- disfruten de un edén terrenal.

En ese edén el sonido es siempre grande (aunque Salonen siempre cuida que sea edificado desde dentro), pero también cabe –por ejemplo- el delicioso pizzicato del primer contrabajo con fondo de madera en el tercer movimiento; o el delicadísimo juego de las ondas Martenot en la segunda “Turangalȋla”; y por descontado la trepidancia de toda la percusión afinada a lo largo de la obra –celestas, vibráfono, xilófono y demás artefactos tienen tanto protagonismo como los dos solistas-; o el enorme “crescendo” que cierra el quinto movimiento; y el aún más grande que cierra el final –único momento en que Salonen se desmelena, y cuando crees que la orquesta ya no puede dar más de sí resulta que aún le saca el doble de fuerza-: “avec une grande joie”, dice Messiaen, y los filarmónicos vieneses fueron a por todas.

En la parte del piano estaba la prevista la intervención de Yuja Wang, pero canceló por enfermedad dos días antes. Bertrand Chamayou (Toulouse, 1981) la sustituyó. Puede pensarse que es temerario atreverse con esta monstruosidad en tan breve plazo, pero lo cierto es que es una temeridad por más que se estudie y se ensaye (el caso es que Chamayou ya tenía previsto tocar esto con Salonen y la Orquesta de París dentro de unos días). Qué seguridad la de este hombre, qué impresionante solo en la “alegría de la sangre de las estrellas”, qué fuerza para tocar una parte que se pasa casi todo el tiempo golpeando sin piedad la octava más aguda del instrumento (la ornitología de Messiaen está aquí más que en la madera), y qué bien pagado debe tener Chamayou a su ángel de la guarda para que no se rompiera el piano ni sus dedos.

Sólo un apunte en el “debe”: me habría gustado disfrutar algo más de las ondas Martenot. Por algún motivo Salonen las mantuvo en un perfil bajo, mucho más de acompañante que de solista, lo cual es una pena porque constituye uno de los principales atractivos de la sinfonía. Lo que no quita para que Cécile Lartigau (Orléans, 1989) se mostrase concentradísima en el manejo de un artilugio que presenta el aspecto de un juguete, para el que sin embargo se requieren por partes iguales altos estudios musicales e informáticos.

¿Qué si a la Filarmónica de Viena le gusta tocar esto? Sólo había que ver lo ruidosamente que patalearon a su director tras el concierto.

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