Reino Unido
Londres y su primer Wagner Post Covid
Agustín Blanco Bazán
¡Wagner en el Covent Garden después de tres años de ausencia! Como los heroicos brabantinos ante la convocatoria del rey Enrique, acudieron los wagnerianos locales para aclamar este Lohengrin con un entusiasmo fuera de lo común. El director de orquesta fue vivado antes del comienzo del segundo acto cuando normalmente se hace solo al final y, como en las grandes noches de ópera, una arrolladora energía vital unió a la escena y la sala en un pathos wagneriano sin mascaras o barbijos.
El entusiasmo fue justificado no sólo por la lograda reposición de la puesta de David Alden sino por la extraordinariamente expresiva y controlada dirección orquestal de Jakub Hrůša, un checo de cuarenta años que hasta pareció superar la antológica interpretación de Andris Nelsons en 2018. Hrůša penetró en la partitura con una intensidad exenta de esos entusiasmos o arrebatos que tantas veces malogran muchas interpretaciones wagnerianas. Sus tiempos fueron a la vez moderados y asertivos, y con ello creó una atmósfera lo suficientemente oxigenada para ensayar palpitantes variaciones de fraseo, una riquísima paleta cromática y un progreso a las culminaciones corales graduado con asombroso control de dinámicas. Y tanto el coro como la orquesta le respondieron como para lograr una irresistible mezcla de coherencia e intensidad.
La regie, estrenada por Alden en
el 2018 y comentada en Mundoclasico.com, respondió con éxito a ese
desafío crucial para cualquier puesta consistente en afianzarse en reposiciones
dentro de una vida que debe ser tan efímera como cualquier expresión de arte
escénico. Decididamente, esta escenografía que tan eficazmente pega con su
intensidad de contraste entre ese sombrío patio de galerías
expresionistamente deformadas y la blancura de un monumento al cisne estilo
Albert Speer, podrá resistir, digamos, dos reposiciones mas, con aportes de
vitalidad necesarios para cada una de ellas. Porque, sí, a las reposiciones hay
que inyectarles adrenalina y cambio hasta que no den más, y cuando no dan más
hay que deshacerse de ellas como de un trapo viejo.
El contraste entre una realidad de oscuro militarismo y la engañosa estética de ese granito blanco con la mítica falsedad del cisne al tope fue en este caso subrayado por una violenta soldadesca a quién un heraldo mutilado imparte órdenes tramadas por un estado mayor de nobles y milicos que rodea a un rey ingenuo y blanduzco. Que el Heraldo manda más que Enrique fue aquí proyectado en la portentosa dicción y mordente del primero en la voz de Derek Welton. Y la debilidad de Enrique fue encarnada por un Gábor Bretz bien fraseado pero que no llegó a asentarse como su antecesor Georg Zeppenfeld en el único momento de verdadera autoridad que le permite Wagner, a saber, su invocación al “Dios todopoderoso” antes del duelo.
Fue un duelo para el cual, en un logrado toque de comicidad, vemos a Telramund preparándose imitando furtivamente pases de espada. Craig Colclough interpretó este villano a medias con una emisión que a veces pedía mayor fuerza, pero con nitidez y expresión de fraseo. Y sin ser estentóreo, a diferencia de los tres restantes caracteres principales.
Jennifer Davis, que tanto había lucido un timbre cálido y bien impostado en el 2018 ahora rebasa con una voz difícil de controlar en su inevitable progreso del registro lírico al dramático, segura en la colocación de notas altas, pero inestable en el pasaje del medio al agudo. Y estridente.
Tan estridente como esa Ortrude que Anna Smirnova grita con un vozarrón cavernoso, hasta el punto de olvidar que no se trata solo de que la orquesta wagneriana no tape a los cantantes sino que estos no hagan lo mismo con la orquesta. Pero el público pareció subyugado con el griterío, tan vez sin pensar que hay alternativas mas válidas, como las Elsas interpretadas por Soile Isokoski, Anja Harteros, o la que logró cantar Anna Netrebko en su brevísima incursión wagneriana. Y para las Ortrude que no gritan vaya el ejemplo de Waltraud Meier para quienes no alcanzaron a ver a Christa Ludwig. O la Herlitzius, con vibrato y todo. ¿Por qué no imitarlas controlando un poco la emisión y permitiendo así un fraseo más limpio e intencionado, en lugar de agredir los tímpanos de la audiencia?
Brandon Jovanovich también sabe ser estertóreo, pero comenzó su relato del Grial en el tercer acto con un resplandeciente mezzopiano, y en todo momento lució una fresca voz de Heldentenor, aún cuando también en este caso, su fraseo, correcto pero nada más, dejó algo que desear en su intención y significado.
Pero, ¡qué difícil resulta hacer algo creíble con este protagonista, simplificado por Alden como un ídolo de matinée en traje blanco! Tan blanco como ese vulgarísimo camastro que quitó toda posible sugestión a la escena de la cámara nupcial, torpemente obstaculizada visualmente por el enorme mural de Lohengrin en su cisne prestado del castillo de Neuschwanstein. Contra esta cursilísima y excesivamente obvia visualización, Davis y Jovanovich lucharon con ese talento solo perceptible en los buenos artistas jóvenes. Él tendió una colcha blanca sobre el suelo y sirvió champagne a su esposa antes de comenzar a discutir uno de esos temas de identidad que, matrimonio o no, es mejor dejar de lado cuando de conocerse físicamente se trata. De cualquier manera, los dos llegaron a conmover con su timidez a subirse a esa cama trágica y vulgarona para confrontar allí sus frustraciones eróticas.
La irrupción de Telramund y sus secuaces rompiendo violentamente la pared del fondo y la fulminante estocada de Lohengrin fue uno de los mejores momentos de regie de personas de toda la función. El peor momento fue el de Elsa, Lohengrin y el cortejo nupcial deambulando por los corredores de la platea al compás de la marcha nupcial. Creo que eso de usar teatros de herraduras al estilo decimonónico parcialmente como arena de encuentro entre el público y la ficción es un error que nunca resulta, porque estas salas están concebidas precisamente para lo contrario, esto es, separar la dramaturgia del espectáculo de la percepción del espectador.
Otro error es, a mi juicio, utilizar tan insistentemente en los casamientos “de verdad” esa marcha precursora de la peor noche de bodas jamás evocada por el género operístico (aparte, claro está, de la de Lucia y Arturo).
Comentarios